Cuestioné mucho si era una buena idea escribir sobre esos extraños seres inflados por el consumo de redes sociales y el ocio, pues pese a todo, son reflejo de quienes somos y qué contenido estamos dispuestos a consumir. Hablo en plural, claro está, porque hasta yo he pecado al sentir curiosidad por los que algunos llaman influencers, por esa vida excéntrica que algunos muestran, los chistes sin gracia, el egocentrismo tras la cámara, el chisme, la sobreactuación.
La cosa funciona así: una persona hace un contenido, el contenido gusta a cierta cantidad de personas y entonces el creador de contenido adquiere el status de influenciador; frente a esto sería entonces lógico pensar que la responsabilidad de hacer un buen contenido recae únicamente en el creador, pero lo cierto es que aquel que lo consume tiene una responsabilidad mucho más grande: lograr que aquello que se le ofrece pueda valer por su utilidad y no por su superficialidad.
Un ejemplo de esto es que hace un par de días, el influenciador Yeferson Cossio, cuyo nombre desconocía hasta ahora, logró ser tendencia por usar unos implantes mamarios por diversión; esta acción despertó una ola de indignación y críticas, pero logró el efecto deseado: el número de seguidores aumentó, el personaje se hizo viral y un mayor número de personas pudo conocerlo. La acción misma fue incoherente e insensata, pero lo curioso es que aun así logró el objetivo, giramos nuestra atención hacia Yeferson no porque su contenido fuera bueno o pudiera aportar algo, sino porque nos despertó el morbo de opinión y participación en la tendencia, ese morbo que hace que hoy nos inunden los contenidos vacíos, ególatras e insulsos, ese morbo que nos hacen reaccionar, como lo hago yo ahora.
Lo cierto es que hoy convertirse en influencer parece ser el negocio más rentable, pues algunos han logrado facturar un promedio de entre 5 y 10 millones de pesos colombianos al mes, e incluso los más conocidos pueden llegar a los 234.000 dólares mensuales. Esta cifra, frente a lo que ganaría un profesional en este país, parece motivar a cientos de personas a buscar la manera de posicionarse en redes sociales. Esto en realidad no es malo, pues sin duda la industria del entretenimiento y las redes sociales genera una gran cantidad de dinero; el problema está en el tipo de contenidos que se realizan para llegar a este objetivo y lo inútil que llega a ser, pero más preocupante aún es la falta de crítica y selectividad que tenemos todos a la hora de elegir a estas personas llamadas influencers, que terminan siendo un reflejo de todo lo malo que somos como sociedad.
Un breve recorrido por el contenido de estos influencers deja un cierto amargor, pues para muchos se han convertido en un modelo a seguir aunque su aporte no sea más que una polémica absurda o una excentricidad vulgar. Pese a esto los seguimos, les reaccionamos, los imitamos en esa eterna búsqueda de pertenecer a esa minoría que tiene éxito, que es popular y que mueve masas; y entonces, en lugar de pertenecer a esa ínfima minoría, nos convertimos en la masa estúpida que cada vez crece más y hace menos, que sigue a muchos y piensa poco.
La invitación no es a dejar de seguir a nadie, pues mientras exista una estructura social existirán líderes de opinión, la invitación es empezar a cuestionar nuestro consumo de contenido en redes sociales, para que tal vez algún día a los que llamamos influencers puedan realmente ofrecer algo más que esa vana exaltación a la estupidez y la incoherencia.