Las primeras ciudades se crearon hace más de 10.000 años para resolver las necesidades materiales y espirituales de las sociedades de caminantes, pero en los inicios del siglo XX las cosas cambiaron. Cuando los capitalistas a nivel mundial, para desarrollar los negocios que giraban alrededor de los carburantes, empezaron a remodelarlas en función de los automóviles.
Con la llegada de los carros, la pereza se generalizó y la casta dirigente, con los ideales de “modernidad”, centrada en la ostentación, hizo que las ciudades crecieran de manera descontrolada y nos impuso su preocupación por reducir “los problemas de movilidad”, es decir los costos del transporte de sus mercancías. Las nefastas consecuencias de ello fueron la destrucción del medio rural, la contaminación de las aguas, del aire que respiramos y la polución lumínica.
Recientemente, con la aparición del ecologismo, algunas personas han estado promoviendo la idea de aumentar el uso de la bicicleta, como lo hacen los ciudadanos de los países nórdicos, pero sin abandonar los presupuestos del modelo de desarrollo socioeconómico actual. En esa moda cosmética se han embarcado muchos alcaldes de este país y ahora, aparte de contratar megaobras de autopistas, se están dedicando a regar de asfalto, luminarias y concreto en ciclorrutas, dizque con el ánimo de proteger la naturaleza y solucionar los problemas de movilidad.
La teoría dice que es preferible el uso de la bicicleta frente al automóvil, pero cuando importamos ideas sin reconocer nuestra realidad tarde o temprano nos vemos obligados a recordar la famosa frase que dice “una cosa es Dinamarca y otra Cundinamarca”. Los ingenuos creen que la diferencia radica en los niveles de ingresos económicos, olvidando que los europeos han vivido procesos históricos particulares y, sobre todo, que tienen un desarrollo sociocultural diferente. En Dinamarca, por ejemplo, no gobiernan las mafias, la corrupción no es una práctica generalizada y las personas comprenden que deben respetar tanto las normas, como a sus conciudadanos.
Es innegable que la bicicleta ofrece unas ventajas socioambientales sobre el uso carro particular, pero los problemas de movilidad no se resuelven haciendo más autopistas ni pintando de azul una franja de los andenes o asfaltando los parques para hacer ciclo rutas, pues el futuro está, entre otras cosas, en la creación de un sistema integrado de transporte público gratuito. Infortunadamente los alcaldes no se atreven a tanto, porque los monopolistas del transporte y las oligarquías locales inmediatamente los bloquearían. Por eso simplemente se conforman con complacer a sus electores pintándoles o diseñándoles ridículas ciclovías, para así sostener una “favorabilidad” que les garantice unos cuantos votos en las próximas elecciones.
Incluso, no faltan los mandatarios que se dedican a exaltar las bondades de la bicicleta en la salud, pero sin mencionar los miles de lesionados que dejan cada día en las salas de urgencias. En ese mismo orden de ideas, digamos que seguramente muchos mandatarios se mueren de envidia cuando ven la ciclovía elevada más larga del mundo que está en la ciudad china de Xiamen, pero las cuentas hay que hacerlas completas y no conformarnos con la espectacularidad de las fotos que nos llegan. Antes de construir dichas cicloautopistas, hay que examinar el número de metros cuadrados que se pierden de las zonas verdes, la necesidad de miles de toneladas de hierro fundido, los efectos de las luminarias, la afectación sobre el paisaje y hay que pensar en las partículas o sustancias que difunden esos vehículos en el desgaste de su funcionamiento.
En Colombia las cosas no funcionan como en otras partes del mundo porque las personas, empezando por los presidentes de la república y sus fiscales de bolsillo creen que en todo tiempo y lugar pueden hacer los que se les viene en gana. Además, el ciclista promedio parece que tiene problemas de “sinapsis”, pues su sistema neuronal no le permite comprender cosas tan elementales como la necesidad de respetar las normas de tránsito por su propia integridad física o la de los demás. Igualmente, no adivina la importancia de utilizar cascos protectores y, a pesar de que se les construyen ciclorrutas a pocos metros de las avenidas, prefiere usar las calles para irse en contravía, jugando con el teléfono que sí es “inteligente”.
Si en esas condiciones nuestras ciudades ya venían siendo un caos para los peatones, con la pandemia la vida se agravó porque de la noche a la mañana surgieron infinidad de “domiciliarios”, que en la lucha por su “derecho al trabajo” pisotean los derechos de los demás. Los ciclistas (sin mencionar el lumpen de las motos) se han vuelto una plaga porque viajan a toda velocidad por los andenes, no respetan las cebras y como no existe una autoridad que los regule, se saltan los semáforos en rojo, pasando por encima, incluso, de los impávidos agentes de tránsito y de los policiales. Esas son las diferencias que tenemos con Dinamarca donde tampoco te apuñalan por llamarle la atención a un ciclista imprudente. Para completar, en las afueras de los centros urbanos las cosas también se han deteriorado pues en las veredas la moda del ciclomontañismo se han convertido en todo un problema, en especial los fines de semana, porque los usuarios creen que son inmunes al coronavirus, no utilizan los tapabocas y al ir en montoneras le obstruyen el paso a los demás usuarios de las vías.
Las ciudades necesitan, entonces, soluciones integrales y los alcaldes deben dejar de diseñarlas en función de los que tienen cualquier tipo de vehículo para que los peatones puedan disfrutar del espacio público que es donde se construye comunidad. Las ciclorrutas pueden ser tenidas en cuenta, pero no debemos dejarnos arrastrar por una moda global que difícilmente encaja con nuestra idiosincrasia.