Llevamos un año calificando con extremada facilidad a las Fuerzas Armadas debido a los escándalos que muchos de sus miembros han protagonizado a lo largo y ancho del país, desde matar un perro hasta matar a una mujer trans por su intolerancia a lo diferente. Pero es inevitable que en una profesión tan arriesgada no existan héroes.
Alejandro Zapata tenía 29 años, dos hijos y un futuro promisorio. Era teniente de navío de la Escuela de Cadetes Almirante Padilla. Tenía la convicción del que da la vida por su país. Todo cambió el 27 de marzo del 2007. Ese día tenía que pilotear el Cessna modelo 206 con matricula militar ARC 412. La misión parecía sencilla: trasladar desde Puerto Leguizamo hasta El Encanto al Teniente Fabian Hernández Toca quien debería pagar prisión por actos de corrupción.
Salieron al mediodía. Zapata piloteaba sin nubes en el horizonte. Los dos soldados que custodiaban al Teniente, quien no iba esposado, iban en silencio. Hernández Tocaba se fundía en su mutismo. Era una cara de póker sin expresión alguna. Nadie sabía lo que estaba a punto de suceder. En un descuido de sus custodios tomó de uno de ellos una granada de mano IM-M26. Le quitó el seguro, pasaron cuatro segundos y estalló.
El avión, en el aire, perdió su motor y quedó semi-destruido. Zapata apeló al duro entrenamiento, se aferró a cada lección aprendida, a la disciplina que recibió desde pequeño en el Colegio Calasanz de Cúcuta e hizo lo que muy pocos seres humanos podrían hacer: intentar dominar la nave, planearla a punta de pericia, disputarle al poderoso capricho del viento su vida y la de los dos soldados que, aturdidos, se quejaban sin saber qué estaba pasando.
Fue una caída de tres minutos, una vez aterrizó, muy cerca de una tribu del Putumayo, en plena espesura de la selva, se desmayó sobre el tablero de control. Una vez se despertó, una semana después, se enteró de que su vida nunca sería la misma: se había volado su pierna derecha, se le había levantado una parte de la cabeza, tenía metralla desperdigada por todo el cuerpo. Había perdido, además, 30 kilos de un solo golpe. A los 29 años debía jubilarse.
Su único premio fue una medalla que le dio Juan Manuel Santos, entonces ministro de defensa de Alvaro Uribe y una pensión que, teniendo en cuenta la perspectiva de su carrera, suena a demasiado poco. La negligencia de las fuerzas armadas en este caso es evidente, ¿cómo podría ser posible un descuido tal? ¿Cómo así que el teniente Hernández Toca estuviera sin esposas, absolutamente libre en el avión? Son preguntas que algunas noches se sigue haciendo Alejandro Zapata. Nadie, absolutamente nadie, se las va a responder.
A los 44 años el Teniente de la reserva activa Alejandro Zapata sigue dándole cara a la vida. Sus dos hijos y su esposa le mantienen la fe intacta. Los héroes si existen y a veces vuelan aviones.