Llegué a vivir a Barranquilla a finales del año 1976 cuando tenía 19 años. Y fue seguramente a mediados del año siguiente que vi por primera vez a Ramón Bacca. Por vainas de la vida, un gran amigo suyo, el abogado y catedrático de Derecho Antonio J. Losada Aduen, era también alguien muy cercano a mi familia, pues era el marido de mi hermana mayor, Rocío. Toño, como le decíamos familiarmente, había sido un combativo hombre de izquierda, posición en la que se mantuvo con los respectivos matices de la experiencia y la edad, hasta los últimos años de su vida. Él, además de amigo, era para Ramón una especie de consultor de asuntos funcionales del litigio de la abogacía, porque Bacca Linares era también una especie de abogado esporádico en funciones que ejerció por poco tiempo. Ramón solía visitar entonces a Losada en su oficina y en algunas ocasiones en su casa. Fue entonces en casa de mi hermana donde yo lo vi la primera vez pero no me lo presentaron ni supe quién era aquel hombre que hablaba hasta por los codos y que tanto hacía reír a Toño con referencias que eran algo así como chismes pequeños de la gran Historia.
Sin embargo, yo también disfruté, sin participar, de aquella conversación que iba y venía de un tema a otro mientras desde el rincón en el que estaba yo sentado jugando con mi sobrino me llamaba la atención aquel personaje que me miró un par de veces, como para querer interpelarme de algún modo con su relato, pero su estrabismo llevaba sus ojos a otro lado en el que definitivamente yo no estaba. Recuerdo que ese día almorzamos y él se despidió y se fue. Y yo por timidez no pregunté quién era el señor de la conversación humorosa.
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Ese día fui testigo de excepción de algo que después se convirtió en un hecho importante en la vida de Ramón Illán Bacca
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Unos meses después, a mediados tal vez de 1978, siendo yo a la sazón cagatintas de un juzgado civil municipal de Barranquilla, mi primer trabajo estable en la ciudad, mientras estudiaba mi licenciatura de Filología e Idiomas en la Universidad del Atlántico, me encontré con mi cuñado y con Bacca en los pasillos del Centro Cívico de la ciudad, que era mi sitio de trabajo, y fue entonces cuando supe quién era porque en esa ocasión sí fuimos presentados. Y ese día fui testigo de excepción de algo que después se convirtió en un hecho importante en la vida de Ramón Illán Bacca. Yo en realidad iba saliendo ese día un poco más temprano a mis clases nocturnas de la universidad y me pidieron que los acompañara a la librería Lallemand, de propiedad de Otto Lalemand Abramuck, un librero e impresor, amigo de ambos, que se había ofrecido para ser el editor de Mariguana para Goering, el primer libro de cuentos de Ramón Illán. Circunstancia que fue desafortunada y que mortificó mucho al autor primerizo porque la edición no sólo no resultó todo lo bien cuidada que debía estar, sino porque, por algún lío ajeno a Ramón, los libros habían quedado secuestrados en un embargo al editor. ¡Esas cosas insólitas que siempre sucedían a Ramón en su carrera de antihéroe asumido a la que siempre se entregó con esmero! Entonces me enteré que la misión ese día no era otra que intentar rescatar algunos ejemplares de la edición que Ramón necesitaba. Y yo estaba ahí.
Días más tarde descubrí que ese Ramón que había conocido era el mismo que aparecía en la bandera del Suplemento Literario del Diario del Caribe, lectura que ya era para mí de obligada devoción semanal y en el que empecé a tener contacto con la vida cultural barranquillera.
En otra ocasión, en el ejercicio de mi oficio de escribiente en el juzgado en el que trabajaba, me encontré por azar con un expediente que identificaba como demandante al abogado Ramón Bacca Linares y como demandado a un estibador del viejo Terminal Marítimo de Barranquilla, embargado éste por alguno de esos almacenes que vendían electrodomésticos al fiado.
Pues en dicho expediente estaban adjuntos unos cupones de embargo que, pagada ya la deuda, pertenecían al abogado demandante como parte de sus honorarios. Y Ramón no tenía ni idea que tenía allí un dinerito para él, porque cuando le envié razón con su amigo Antonio Losada para que pasara por el juzgado él no tenía ni idea de qué le estaban hablando. Pero un día finalmente apareció muerto de risa e incrédulo para ver de qué se trataba todo aquello. Y se fue feliz al Banco Popular a hacer efectivo aquel insólito regalo sorpresa de su propio olvido.
Ya para entonces yo era asiduo lector de su Carnet de Ribal que publicaba en Diario del Caribe y asistía cada sábado a la tertulia de El Gallo Capón que se reunía en la antigua Librería Nacional del centro de Barranquilla y de la que él hacía parte con los otros miembros de comité coordinador de aquel inolvidable suplemento literario que en su tiempo fue uno de los mejores del país.