Colombia, la república invisible

Colombia, la república invisible

Hoy en día, especialmente para los habitantes de esta nación, la invisibilidad se ha convertido en una estrategia de guerra y de sobrevivencia

Por: Juan Esteban Trujillo Marín
enero 29, 2021
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Colombia, la república invisible
Foto: Luz A. Villa - CC BY 2.0

La mayoría de colombianos viven presos de un triángulo de sensaciones desgastantes. El inconformismo, la rabia y el desorden emocional diseñan esa geometría singular, nociva, quizás arbitraria. Alguien se termina un paquete de papas, porque el dinero no le alcanzaba para más, paquete que era más aire comprimido que alimento en sí, porque las empresas aquí, antes de pensar en el pueblo, piensan en el beneficio propio. Menos producto, mayor precio, venden publicidad, pero a veces, nada puede tocarse realmente, también se sirven de la invisibilidad. Aun así las consumimos, ¿alguna vez han tenido la sensación de tener unos delgadísimos hilos atados a sus espaldas?... La gran mayoría dirá que sí, pero, obviamente, no se pueden ver.

Esa persona termina el paquete meditando en la idea de largarse a otro planeta, tal vez Marte o Júpiter, las coloca al lado del asiento de un taxi con la idea de bajarlas al descender del vehículo. Lo olvida, como olvidamos todo. Ese esencialmente es un síndrome nacional, ultimadamente vergonzoso; la desmemoria paralizante, el Alzheimer cívico y político que nos infecta desde hace décadas y que ha dejado miles de secuelas: ¿Qué vacuna existe para ello? Quizás nunca se descubra, pues el agua hace mucho nos llega al cuello y aprendimos a tragarla con dignidad, pero he aquí que la dignidad se nos ha transformado en bobería, somos una aldea de bobos que esperan el paso de un avión que los saque de la prehistoria.

El taxista baja rápidamente el vidrio de su carro, abre la guantera como quien desenvaina una espada, el pálido sol de un día gris ilumina un arma de fuego, es un revolver plateado, parece nuevo. El conductor lanza un alarido con una máscara de Bugs Bunny cubriéndole la mitad del rostro: "¿Usted cree que esto es un hijueputa basurero?". Y el hombre que ya se dirigía a su destino se acerca quitándose los audífonos, Héctor Lavoe guarda silencio unos instantes. El hombre analiza las manos del conductor apretando el volante, detalla sus venas gruesas, por las que pareciera que corre gasolina o un veneno punzante, mira los ojos del conductor, son los ojos de Colombia, los ojos de la ira, la perpetua mirada de odio que día a día todos vemos dibujada en los vagones del Metro de Medellín o del TransMilenio, reluciente por encima de las mascarillas, dibujada en los buses infestados de venezolanos que lanzan el irónico: "¡Dios lo bendiga!" cuando no se les puede dar moneda alguna, esa mirada que desde hace años, viene decorando las esquinas grises, donde carritos surtidos de chicles y cigarros, ignoran las estadísticas de la ansiedad nacional, que consume todo aquello que pueda rebajar su probabilidad de vida. Y es que en el tercer mundo, morir, a veces se convierte en un regalo.

El hombre decide guardar silencio, girar en dirección contraria a la del taxi y volverse invisible, piensa lo que piensa todos los días antes de salir de su casa: ¿Por qué tiene que ser pobre? Esa es la pregunta con la que se desayuna, almuerza y come. Esa es la pregunta que le produce sed a las tres de la madrugada, se levanta a la nevera y recuerda que le cortaron los servicios, se sirve un vaso de agua invisible y rompe el vaso contra la pared de la sala, regresa a su cama para desaparecer del mundo por unas horas. Los vidrios no desaparecerán, tendrá que comprar un vaso nuevo o, en su defecto, crear uno invisible para evitar otra eventualidad similar en el futuro, si es que hay algún futuro en este país lleno de pasado.

Esa invisibilidad se ha convertido hoy en día en una estrategia de guerra. Antes, los invisibles podían escabullirse de la masa con mucha facilidad, ahora, en tiempos de pandemia, de conectividad obligatoria y esclavizante, solo quedó una opción: trabajar en conjunto para hacer de Colombia una república invisible, en donde todo lo que ocurre se diluye en las noticias del mediodía como se diluyen las aspirinas en un profundo vaso con agua, que se filtra por la soez boca del jefe, que dirige una empresa que explota a sus empleados con horarios sobrenaturales, inentendibles.

Un nativo digital grita: ¡Qué alguien haga algo, escribamos en las redes que no queremos más este sistema! Pero es que las redes son solo un vórtice ideado por esa misma estructura piramidal, para distraer la crítica y centralizarla en un lugar donde se vuelve prácticamente inofensiva: Twitter, Facebook, Instagram.

Que entonces sea un taxista el que baje la ventanilla nuevamente, y que lo grite con valentía, que arroje un alarido que haga temblar los congelados corazones de esta patria embobada con novelas ligeras, que se burlan de la ignorancia escolarizada, ignorancia a la que hemos sido sometidos por décadas. Que baje un santo, un ángel, un ser mitológico. Y que haga palpable de nuevo ese país que soñaron nuestros ancestros, un país gobernado por el pueblo y para el pueblo, sin gente invisible, un país de carne y hueso.

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