La crisis que ha generado el COVID-19 en Colombia no solo ha sido sanitaria, sino también social y económica. Ha dejado al descubierto, sin excusas de ningún tipo, las fallas estructurales de su modelo económico, especialmente, de su sistema de salud.
Es cierto, se puede decir que ningún país en el mundo estaba lo suficientemente preparado para afrontar este reto, sin embargo, sobre la marcha se ha evidenciado la eficacia que algunos han tenido con acciones y atenciones prontas para mitigar los efectos de este virus, demostrando el compromiso de los gobiernos por asistir a los más vulnerables y en apurar el proceso de vacunación. Desde luego, antes de caer en la desacertada comparación de los países desarrollados y en vías de desarrollo, como Italia, Alemania, Inglaterra, entre otros, basta con centrar el análisis comparativo en países vecinos como Argentina, Ecuador o Chile, solo por citar algunos, donde la voluntad política de sus gobernantes los ha posicionado en una notable ventaja frente a los demás países de la región.
Ahora bien, en lo que concierne a Colombia, como es sabido, durante décadas el país se ha visto rezagado en desarrollo social, económico, cultural y un largo etcétera. Además, para desdicha de sus ciudadanos, goza de un sistema de salud obsoleto, mercantilizado y precario, cuya principal labor ha sido convertir la salud en el negocio de las EPS. Estas vulneran constantemente el derecho fundamental a la salud, violando así la Constitución Nacional y el Estado Social de Derecho.
Dicho esto, de haber contado con un sistema de salud adecuado, al servicio y beneficio de los ciudadanos y no del lucro de las EPS, puede que el desenlace haya sido otro en el año 2020 y lo transcurrido del presente, consecuencias que se han visto reflejadas en más de 50.000 mil muertos a causa del COVID-19, en la ocupación de cerca del 95% de las camas UCI en el país y la renuncia masiva del personal médico.
Esta pandemia desnudó el atraso, la corrupción y la precariedad del sistema de salud y en general de todo el funcionamiento estructural del país, dejando en evidencia el negocio de las EPS, las fallas en la prestación de estos servicios, el abuso que se comete con el personal de la salud, la sobreexplotación del mismo, la falta de garantías y derechos laborales, y sobre todo, el desinterés que genera la correcta inversión de los recursos públicos en esta materia.
La descrita es una realidad que ha estado latente durante décadas y que solo basta remitirse a la reforma más reciente, la Ley 100 de 1993, la cual dio apertura a la mercantilización de la salud y que se traduce en un negocio redondo de unos cuantos. Frente a dicha afirmación, es pertinente reconocer la importancia de citar datos que permitan dar fe de ello, no obstante, también basta con reflexionar y remitirse al día a día de los más vulnerables, un espejo que se repite en el mejor de los casos, de ciudad en ciudad, donde innumerables personas han muerto o duran días a la espera de ser atendidas en pasillos de hospitales; y en el peor de los casos, de pueblo en pueblo, donde no existen o funcionan los puestos de salud, donde jamás ha hecho presencia el Estado.
Así pues, el COVID-19 quitó la venda de los ojos a muchos colombianos, develando la realidad de su país, del que se ufana de ser “el más feliz del mundo”, pero que también es el más desigual de la región (Informe del Índice de Desarrollo Regional para Latinoamérica, Idere Latam, 2020), con los más altos índices de pobreza, desigualdad social y económica, donde gozar de una buena salud, deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio.