Uno de los episodios de La dimensión desconocida, una vieja serie de televisión sobre las realidades paralelas imaginarias, contaba la historia de un hombre corriente que creía que el mundo no podía existir sin él y con esa tremenda responsabilidad sobre sus hombros tomaba infinitas precauciones para conservar su vida. El mundo sobrevivió a su desaparición. La reedición moderna de esa historia es Donald Trump.
La forma más sencilla de explicar su insólita conducta de aferrarse al cargo es que se trata de un caso mental y algo hay de eso: una incapacidad sicológica para aceptar la pérdida de un poder inmenso, basada en el convencimiento de que le había sido otorgado para llevar a cabo una misión sagrada que se queda a medio camino. No sería el primer gobernante a quien por esa misma razón se le ha corrido una teja. Hombres providenciales que se creen imprescindibles.
Pero el asunto es mucho más complejo: es la ruptura de las más sólidas tradiciones políticas de la sociedad norteamericana, cuya armazón institucional ha permitido construir lo más cercano posible al ideal de una sociedad democrática, cuya esencia es el respeto por la voluntad popular y el tránsito ordenado del poder al ganador. Podría argumentarse que los principios de la Constitución de Filadelfia vigente desde el 4 de marzo de 1789 y sus enmiendas, han sido un instrumento excepcional para el reconocimiento de los derechos de los ciudadanos frente al Estado, copiado por medio mundo. No sobra anotar que su promulgación precede en cuatro meses a la toma de La Bastilla, que se considera el inicio de la Revolución Francesa.
Vale recordar eso sí, que la manera de elegir al Presidente de Estados Unidos es algo único de ese país que nace del rechazo inicial a la idea de una elección directa que perjudicaría a los estados del sur con poca población de propietarios blancos (con derecho a voto) y muchos esclavos. El Gran Comité de las Cuestiones Pospuestas, acordó la creación del Colegio Electoral con representación tanto de los Estados como del pueblo y así quedó, aunque hoy con el voto universal se haya vuelto obsoleto, sea fuente de infinidad de problemas y lleve al absurdo de que el candidato que gana el voto popular, aun por una enorme diferencia, pueda perder la Presidencia o ver afectada su legitimidad.
Ese ha sido el juego de Trump. Perdió frente a Joe Biden por 7 millones de votos directos y por 74 votos en el Colegio Electoral, y su única esperanza de quedarse fue impugnar la votación de los Estados con resultados muy apretados para revertir el resultado del Colegio Electoral. Como no prosperó ninguna de sus acciones legales recurrió a un argumento sin prueba alguna que debe tener retorciéndose en sus tumbas a los Padres Fundadores: el de un masivo fraude electoral, adobado con presiones a los legisladores estatales y a los responsables de los escrutinios para que desconocieran los resultados de las elecciones, lo cual ha sido calificado como un abuso sin precedentes de poder que bordea en lo penal.
Es por supuesto un abuso de poder, pero ante todo un aprovechamiento abusivo y un golpe de gracia a un sistema que está en mora de ser revisado, porque funciona mal que bien cuando el presidente en ejercicio es respetuoso de los resultados electorales, como ha sido en el pasado aun en medio de grandes controversias (como la elección de George W. Bush, en 2000, decidida por la Corte Suprema), pero es un caos cuando ello no sucede, como acaba de demostrarse para vergüenza del mundo entero.
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Fácil de probar es su megalomanía, la construcción de un universo paralelo que gira a su alrededor, y su falta de respeto por las normas más elementales de la democracia
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Dicen las malas lenguas, con algo de compasión, que Trump es inimputable por su conducta porque está genuinamente convencido de que no podía perder y de que hubo una conspiración fraudulenta para sacarlo de la Casa Blanca, aunque el argumento de su confusión mental sea difícil de sustentar. Más fácil de probar es su megalomanía, la construcción de un universo paralelo que gira a su alrededor, y su falta de respeto por las normas más elementales de la democracia, cuando del respeto a la voluntad popular se trata.
No es importante que Trump reconozca el triunfo de Biden, ni que lo reciba, porque no es al él sino al Congreso a quien corresponde certificar la decisión del electorado, aunque es una descomunal descortesía. Los complejos mecanismos del proceso de elección han funcionado en orden, los legisladores y funcionarios honestos del propio partido republicano que votaron por Trump, han desafiado la presión presidencial respaldados en la ley y la integridad del proceso electoral, y queda demostrada la sabiduría de los constituyentes de Filadelfía cuando establecieron un equilibrio entre la voluntad popular y los Estados de la Unión, garantizada por el Congreso. Pero el sainete protagonizado por Donald Trump deja un mal sabor, aunque su suerte sea al final la del protagonista del episodio de La dimensión desconocida: que el mundo real podía seguir existiendo sin él.