Las elecciones presidenciales de 2022 serán de vital importancia para rastrear el estado de la democracia en Colombia. En ellas podremos apreciar si los viejos problemas de la antiquísima democracia colombiana por fin han sido resueltos; asuntos tales como la transparencia de los presupuestos depositados en las campañas, la presencia de poderosas fuerzas militares que condicionan el normal funcionamiento del ejercicio electoral, y la alineación de la maquinaria criminal con los caciques electorales en aras de asegurar su botín político.
Los grandes medios de producción de información ya están perfilando a sus presidenciables, elaborando —sin un mínimo de recato— prontuarios de hazañas dignas de un prócer, equiparando a los neófitos que buscan incursionar en la política como los redentores de esta patria boba. Los indicadores previamente manipulados ya expresan la favorabilidad hacia determinado proyecto político. Los presupuestos de la paraeconomía —como le llamaba Gustavo Duncan— han empezado a circular en las arcas de los partidos. Se han puesto de acuerdo los clanes políticos, los empresarios —nacionales o extranjeros— y la maquinaria criminal del país para seleccionar sus listas de candidato —como en el 2002 y el 2006 con el proyecto de unificación nacional del paramilitarismo—.
Vendrán con insignias de distintos colores, pero con el mismo símbolo —igual que en el Proceso de Kafka—; se atacarán entre sí con denuestos y calumnias, destruyendo lo poco que queda de la capacidad de disenso y consenso, con el respaldo de la ciencia y la razón, en la política colombiana. Correrán furiosas como las yeguas de Diomedes entre la sociedad y sus movimientos políticos, polarizándoles; incendiaran el congreso, fustigaran las cortes, sembraran el caos y la confusión con el objetivo de dirigir la neurosis hacia la consecución de sus objetivos. Para la contienda electoral del 2022 hacia la presidencia del país, las yeguas de Diomedes marcharán cada una por su senda, briosas y destructivas cada una; sus bridas no habrán de enredarse, mantendrán discursos divergentes, clamarán por las virtudes liberadoras de la educación y las bondades benefactoras de la naturaleza. Cada una de las yeguas tiene su personalidad, buscará adornarse con los estandartes de los sectores que se alinean bajo su estrella; su discurso se elaborará con la información obtenida por sus centrales de inteligencia, encargados de rastrear el leitmotiv en el malestar, el patrón general de la desidia, el morbo de moda.
Sin embargo, las yeguas, pese a su personalidad propia, están uncidas al cabezal; son arreadas por la misma mano, están acostumbras a operar y accionar bajo la influencia de la violencia de su propietario; es su propietario quien tiene el monopolio de esta violencia y quien decide los usos de la fuerza de las yeguas sometidas a sus bridas. Será este propietario quien definiría sus programas políticos, sus estrategias discursivas, la condición de la diplomacia arrodillada y la gobernanza local de índole clientelar. Ese propietario señalará el enemigo interno, el fantasma rojo, aquel anticristo ante el cual hay que volcar todo nuestro odio fanático, invitándonos a su festín de la guerra, a exonerar sus crímenes pasados y no tomar en cuenta los que habrán de cometerse para conquistar el ideal propuesto.
Las yeguas de Diomedes, como las describe Apolodoro al relatar los trabajos de Heracles, eran briosas y antropófagas, propias de un pueblo belicoso y violento.
El mito en sí no tiene una significancia política por la cual puedan entenderse categorías propias de la política como tal. Sin embargo, utilizo la analogía de los caballos y su jerga por lo que la crianza de caballos y la tenencia de los mismos ha significado en Colombia. También por enviar un mensaje directo a las yeguas de Diomedes que están pastando en el Ubérrimo, para que sepan que ya sabemos quienes son, pese a que se camuflen entre el aura mediocritas —como le llamaba Jose Ingenieros— de la clase política del país. No permitiremos que nos engañen, encausándonos de nuevo hacia un proyecto de país que no ha traído más que muerte para Colombia.