Uno
Un artículo publicado por la BBC en agosto de este año, y titulado Las preocupantes maneras en que el calor puede retorcer tu mente, afirma que el incremento de la violencia de nuestra época podría estar asociado a las olas de calor producidas por el calentamiento global. Según el artículo, el clima cálido aumenta los niveles de testosterona y, por consiguiente, la agresividad. Algunas de las evidencias del texto consisten en el aumento de llamadas al 911, el incremento de asesinatos en las grandes capitales del mundo y el crecimiento del juego brusco en las ligas deportivas cuando se aproxima el verano. Sin aclarar la veracidad de todos los estudios citados en el artículo, se podría decir entonces que Cúcuta es una ciudad atrapada en una perpetua ola de violencia. No obstante, el calor de la ciudad inició su ascenso en el año 2002, cuando un misil destruyó una de las cornisas de la Casa de Nariño y yo, con trece años, tuve que presenciar el escándalo de una de las vecinas que salía a la calle gritando: “nos lo van a matar, nos lo van a matar”. Al presunto mártir al que se refería la señora era Álvaro Uribe Vélez.
Pero me equivoco, porque la arrechera cucuteña inició dos años atrás, en el 2000, con el asesinato del ex-alcalde Pauselino Camargo. Este antiguo sacerdote, que había dejado su hábito para llevar una vida sexual más relajada, solía visitar con frecuencia el barrio de mi infancia, Ceiba 2, porque allí vivían su amante y sus dos hijos. Era usual que de niño yo viera al tal Pauselino, o al menos sus camionetas de vidrios polarizados. También escuchaba historias sobre cómo su querida se encerraba a comer dulces y chocolatinas en el cuarto principal de la casa, luego de haberle hecho una pataleta a su amante porque no pasaba el tiempo suficiente con ella. Después de trabajar en la alcaldía, Pauselino había tenido que refugiarse en Canadá y su decisión de regresar a Cúcuta auguraba el inicio de una nueva campaña política. Algunas fuentes afirman que, para la época de su regreso, tomó la decisión de movilizarse por la ciudad sin escoltas porque, según él mismo, Dios aún no tenía preparada su hora.
Para la desgracia de Pauselino, otros hombres tenían puestas sus oraciones en el mismo Dios, pero al parecer sus plegarias fueron más influyentes. Estos dos hombres eran Manuel Guillermo Mora y Ramiro Suárez Corso. El mismo año en el que el primero de ellos asumió el cargo como alcalde de Cúcuta, dos sicarios llegaron al bar Scorpio en el Centro Comercial Bolivar y le metieron dos balas en la cabeza a Pauselino. Huyeron en una moto Yamaha DT, vehículo que se pondría de moda en la ciudad, y que muchos de los cucuteños aprenderíamos a reconocer con solo escuchar sus ronroneos cuando rodaban por las calles desoladas. Mientras Mora gobernaba a Cúcuta, un tal Ramiro Suárez se reunía secretamente con jefes paramilitares en una oficina ubicada cerca a la alcaldía. Es probable que desde allí se hayan dado las órdenes para asesinar a cinco personas y a otras dos que el ex alcalde no citó en sus declaraciones ante la JEP. Sin incluir entre esos siete al veedor Pedro Durán Franco quien, el día de su muerte, sostuvo una fuerte discusión con Suárez en la famosa oficina. Según versiones libres concedidas por Jorge Iván Laverde (alias “El Iguano”), Pedro Durán habría denunciado esa noche inconsistencias en la contratación y otros proyectos a cargo de Mora. El maletín con los papeles que probaban las investigaciones del veedor desapareció el día del homicidio.
Dos
Desde su fundación, el barrio Ceiba 2 de Cúcuta estuvo habitado en su mayoría por trabajadores de Bavaria, docentes y empleados oficiales de la clase media. Pero antes del inicio de la arrechera cucuteña, empezaron a levantarse nuevas casas en los lotes vacíos, al este de la ciudad. Fue así como la calle 6B Norte y la 6A Norte recibieron en los bajos fondos el sobrenombre de Las calles del sicario. Aunque se implementaron leyes que prohibían a los parrilleros de sexo masculino en las motos, en varias ocasiones parejas de mujeres motorizadas se acercaron confundidas a preguntarnos a nosotros, los adolescentes que jugábamos fútbol, por las direcciones de sus posibles jefes, mientras nos mostraban nomenclaturas anotadas en papeles que conducían a las calles que he mencionado antes. Algunas de las casas nuevas del barrio tenían tres pisos, balcones amplios y pisos de mármol, y todas ellas, sin excepción, estaban provistas con garajes para albergar dos camionetas, que eran utilizadas en fiestas de cumpleaños, navidades y celebraciones internas de la mafia y de los paramilitares con el fin de taponar las vías y emprender parrandas que podían durar dos días enteros.
Los narcotraficantes ya vivían en Ceiba 2 desde los noventa, pero fue el pico de calor estatal el que retorció la mente de todos. Empezaron entonces a aparecer cadáveres en las aceras, cadáveres que yo podía ver en la madrugada cuando salía de mi casa para ir al colegio. Los muertos eran en su mayoría los habitantes de calle del sector, a los que las personas del barrio se referían como “desechables” o “locos”. Pero no eran los únicos. En los apartamentos del Supermercado 24 Horas vivían mafiosos que una mañana iniciaron un tiroteo que reventó los botellones de agua exhibidos a la entrada del local. Unos meses más tarde, en un puesto de comida rápida, asesinaron a uno de los hombres que vivía en el edificio. Yo salí a ver al muerto, a penas cinco minutos después de que se apagaran los balazos. El cadáver yacía despatarrado en la silla azul que muchos de los habitantes de la cuadra habíamos usado para comer hamburguesas o tomar gaseosa. Un cordón de la policía nos impedía acercarnos más, y los restos de las balas estaban desperdigados por el suelo. Uno de mis amigos cruzó corriendo el cordón y pateó uno de los casquillos en su carrera. (M***, el compañero que había violado la zona acordonada y recibía el regaño del policía, vivía en una casa esquinera, la que daba al Canal de Bogotá. Hacía muchos años a su papá lo habían dejado en la puerta de la casa, descuartizado y metido en una bolsa negra para la basura). Luego del incidente, el restaurante de comida rápida quebró. Yo vi por última vez al dueño una tarde de sábado, con la mueca de la cara entristecida detrás del bigote, montando el carrito de los perros calientes en un camión de trasteos.
Dentro de las casas la tensión también crecía, y mi mamá me comentaba en voz baja que los adolescentes más grandes del barrio habían sido amenazados por motociclistas que rondaban por la noche las calles de Ceiba 2. Se suponía que estos muchachos fumaban marihuana en las esquinas y en la cancha de micro fútbol La Bombonera. A algunos de ellos les arrancaban los aretes de las orejas y a las mujeres los piercings de los ombligos. Lo anterior eran solo habladurías, que pronto se vieron corroboradas con la aparición del cadáver de E***, el hijo de una familia que se había mudado hacía muy poco al barrio. Encontraron su cuerpo a tres cuadras de nuestra calle. Tenía rayados los brazos y las piernas, según escuché en el funeral, señales inequívocas de haber sido torturado. Viviana, una de mis amigas de esa época, no paraba de decir que había hablado con él tan solo una hora antes de que lo mataran. La única hipótesis que giraba en torno a su muerte era la de un posible ajuste de cuentas. E*** había empezado a tener mucha más plata de la normal y a vestir ropa de marca, y se especulaba que sus ganancias venían de la venta de droga. La muerte había sido producida por su endeudamiento con los distribuidores. Chismes y chismes que no teníamos muchas ganas de corroborar, quizás por respeto a la familia y por el mismo E***.
Los celadores también cambiaron en el barrio. Si antes eran viejos que se arrellanaban en sillas plásticas y hacían mandados de un lado a otro en sus bicicletas destartaladas, para el momento de la arrechera llegaron a reemplazarlos tipos uniformados de negro, con armas que colgaban del cinturón y gorras que decían Seguridad Privada. Llegaban por la noche y le avisaban a los antiguos celadores que debían largarse, que ellos eran los nuevos encargados de proteger el sector. También aparecían antiguos amigos en las Yamaha DT, y recuerdo que una vez, dos de ellos se bajaron de una de las motos para amenazar a un adolescente que concurría la cuadra para visitar a su novia. Unirse a los grupos paramilitares, pero en realidad, hacerse pasar por ellos, se puso de moda, e instauró en los colegios (al menos en el Salesiano lo pude escuchar más de una vez) el famoso “usted no sabe quiénes son mis amigos”, frase precursora del “usted no sabe quién soy yo”. Y es que era verdad. En Cúcuta, y en el barrio Ceiba 2, hacía tiempo habíamos dejado de saber quiénes eran nuestros amigos.
Tres
En el 2003, Ramiro Suárez obtuvo el récord histórico de votos para ganar la alcaldía de Cúcuta. El hombre había escalado varias posiciones políticas, empezando como colaborador de Ignacio Duarte (alcalde de Los Patios en el periodo 1995-1997), hasta llegar a ser la mano derecha de Mora. Antes de involucrarse con la campaña de este último y montar la ya citada oficina, a Suárez le alcanzaría el tiempo y la plata para abrir una ferretería frente a la alcaldía de Cúcuta, lugar desde el que suministraba los materiales para las obras civiles de la ciudad. Luego vendrían los asesinatos declarados ante la JEP, y los que siguen sin resolver, y al mismo tiempo surgirían otras figuras míticas de la parapolítica en la ciudad, como la denominada por los mismos paramilitares con el nombre de “Batichica”. Ana María Flórez, ex fiscal de Norte de Santander, sigue prófuga de la justicia y fue una pieza fundamental para que miembros de las autodefensas como “El Gato” se pasearan en las camionetas de la Fiscalía por toda Cúcuta. Varios de los asesinatos fueron cometidos luego de que ella misma otorgara información sobre las víctimas, y una de las historias más infames del libro de la injusticia en Colombia quizás tiene su nombre.
Según las declaraciones de Albeiro Valderrama, alias “Piedras Blancas”, Ana María Flórez los contactó a él y a sus hombres porque los altos directivos de la Fiscalía la estaban presionando debido a que hacía mucho tiempo no se veían resultados. Por tal razón, alias “El Iguano” emborrachó y drogó a dos jóvenes de dieciocho años (Diomedes Vargas Díaz y Alejandro Gómez Pérez) y luego de dejarlos durmiendo en una casa repleta de material probatorio (es decir, armas suministradas por la misma ex fiscal y que estaban vinculadas con crímenes cometidos por los paras), llamó a la Fiscalía para que entrara a allanar y a grabar videos de la vivienda. Los dos jóvenes fueron condenados a cuarenta años de prisión. Diomedes Vargas fue puesto en libertad en el 2017, luego de que cinco de los paramilitares que habían actuado en la ciudad declararan que su detención se había tratado de un falso positivo judicial fraguado por “Batichica”.
Mientras empezaba a ponerse de moda volver al estadio General Santander a ver los partidos del Cúcuta Deportivo, y con mis amigos y amigas adolescentes del Salesiano y el Santa Teresa nos reuníamos los sábados y los domingos para ver a jugadores como “Miyuca” Mosquera triunfar otra vez, Ramiro Suárez hacía todo lo posible para que otras instituciones también fueran permeadas por la influencia de los paramilitares. El Mayor y Director de la SIJIN, William Montezuma, les brindaba información a los miembros de las autodefensas sobre sus procesos y, así como hacía “Batichica”, les entregaba datos sobre presuntos integrantes de la guerrilla que después eran asesinados. Montezuma fue absuelto este año de los delitos de homicidio agravado y concierto para delinquir y, según Revista Semana, “la jueza del caso determinó que todo se debía a un complot de paramilitares en su contra”. En esta misma lista de arrechos se encuentra el Coronel Víctor Hugo Matamoros, absuelto, obvio, a pesar de haberse comprobado que varios miembros del Batallón Maza dirigidos por él habían hecho parte de la banda criminal Los Polleros y del mismísimo Bloque Catatumbo.
Un día vimos aparecer en el estadio a Ramiro Suárez, cargado en hombros por un grupo de personas que llevaba consignas y pancartas que decían “Ramiro libre” e “Inocente”. Había sido él el encargado de darnos ese espacio de encuentro a todos, jóvenes y viejos, y no sé que hubiera hecho de mi adolescencia sin la posibilidad de haber tenido ese lugar de desfogue eufórico, en el que me recuerdo gritando groserías a diestra y siniestra, acalorado y violento, y con las manos de J*** (una novia fugaz que me devolvió la confianza en mí mismo en una época en la que ninguna mujer parecía querer acercárseme) enredadas en mi pelo. Así que, desconociendo la historia que ocurría de fondo y a nuestras espaldas, me imagino que aplaudí, también emocionado al verlo (gordo y pesado) pararse en el centro de la cancha y darle una patada al balón. Un año después el Cúcuta Deportivo quedaría campeón de la liga colombiana de fútbol por primera vez y empezaría a pelear la Copa Libertadores como muchos años atrás lo había hecho el Atlético Nacional de Pablo Escobar.
Cuatro
Cuando les preguntábamos a algunos de nuestros compañeros de colegio por la profesión de sus padres, era usual escuchar como respuesta que se dedicaban al comercio. Uno de ellos era mi amigo del Salesiano, K***. Nos reuníamos a jugar play station en su casa, en donde también me quedaba a dormir. Me pasaba la tarde asombrado por las “comodidades” que él tenía y yo no: aire acondicionado, piano y televisor propio dentro de su cuarto. Una noche nos sentamos a comer hamburguesas con su papá, un hombre de unos cincuenta años y a lo mejor con cincuenta kilos de más, que llevaba esclavas de oro en ambas manos. Nos miró a mí y al otro compañero con el que estábamos, y nos pidió, con voz temblorosa y casi en una especie de súplica tierna y de verdad preocupada, que le ayudáramos a K*** para que tuviera mejores resultados en el colegio. En otra ocasión, jugábamos con K*** ping-pong en un negocio de maquinitas cerca a su casa y escuchamos tres disparos. Nos metimos debajo de la mesa de un salto y mi amigo salió sin despedirse del lugar. Regresó a los cinco minutos pálido y tembloroso, con una costra de baba pegada a la comisura del labio, y dijo que su papá había hecho disparos al aire. Sin duda, su primera reacción estaba asociada a la posibilidad de que hubieran matado a su padre. Otro gran amigo, con el que todavía me hablo, no tenía ningún tipo de vínculo con la mafia, pero vivía en un conjunto residencial en el que no todos sus habitantes podían jactarse, como su padre, de tener negocios limpios. En Rivers Country vivían y viven traquetos, y sus casas y mansiones pueden señalarse con los dedos. “Ahí vive El Mexicano”, decía mi amigo F***.
El calor de la violencia llegó a golpearnos con más ganas cuando, una mañana, el coordinador de disciplina entró al salón, y llamó a los cuatro mejores amigos de A***. Los vimos entrar media hora después y metieron sus cabezas entre los brazos sobre el puesto y lloraron de la única forma que sabían hacerlo los tipos más duros del curso: torpemente. Habían encontrado el cuerpo de A*** en la camioneta de un tío suyo, en la vía que conduce a Puerto Santander. Estaba internado en el Hospital Erasmo Meoz, con muerte cerebral a causa del plomo. Fuimos a esperar a las afueras de la clínica y cuando ya nada había por hacer nos llevaron a la funeraria Los Olivos y allí rezamos y lloramos abrazados luego de una semana extrañamente silenciosa en las clases. Y sin embargo la violencia y su arrechera no alcanzó su pico con la muerte de A***, sino con el comentario de uno de nuestros compañeros de curso, que dijo: “a lo mejor se mató porque se cansó de robar”. Nuestro amigo muerto había tenido fama de desaparecer los lápices y útiles de los puestos y en ocasiones nos mostraba su maletín que, en palabras de sus mejores amigos, parecía una papelería. Pero sin importar las razones, el comentario era descarnado, y mostraba cómo toda una generación de adolescentes que había crecido metido en la arrechera cucuteña terminó por normalizar esa ola de violencia.
Que sigan en la impunidad tantos políticos del departamento y de la ciudad (y tantos miembros de las fuerzas públicas) es una afrenta contra nuestra generación. Que Manuel Guillermo Mora aparezca con una sonrisa retocada en las fotografías que se encuentran en Google es asqueroso. Y que Ramiro Suárez pretenda construir escuelas y parques públicos como forma de reparar las atrocidades cometidas es continuar abofeteando a nuestra generación y a las familias de las víctimas de Cúcuta. Queremos declaraciones, queremos escuchar las historias que siguen ocultas y que circulan solo entre las personas interesadas por conocer la “verdad”. Queremos el desmantelamiento del ramirismo en la ciudad, extensamente denunciado por el periodista Renson Said. Porque esta hijueputa arrechera no va a dejarnos en paz hasta que caigan las verdaderas cornisas de la Casa de Nariño y tiemblen los cimientos de la alcaldía de Cúcuta, y se desmantelen las oficinas y las ferreterías y las demás empresas que siguen asesinándonos