¡No me pegue más, niña Aminta!

¡No me pegue más, niña Aminta!

Ella asumió la formación de sus hijos, incluida la manera de disciplinarlos, para la cual aplicaba la máxima de: "Buena crianza con sangre entra". Crónicas de nuestro pueblo

Por: RICARDO MEZAMELL
noviembre 30, 2020
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¡No me pegue más, niña Aminta!

Nunca supe cuando la cachaca Aminta llegó a vivir en nuestro barrio. Tampoco sé en qué momento ni quién devolvió la atención a quien: si nosotros los nacidos en la región Caribe, o los nativos de la región Andina, para recíprocamente diferenciarnos como costeños y cachacos.

Su esposo don Napoleón también era cachaco. Trabajaba como operario de la Tropical Oil Company en los campos petroleros de Puerto Boyacá. Solo se le veía en el pueblo durante el disfrute de sus vacaciones. Llegaba en diciembre, al día siguiente de la noche de velitas, y se devolvía a reintegrarse a su trabajo en enero, un día después del de Reyes Magos.

A la cachaca Aminta, como a todas las mamás de la década del cincuenta y sesenta, sin importar que sus maridos trabajaran o no durante todo el año en el mismo lugar donde tenían su hogar, le tocó asumir la responsabilidad de la formación de sus hijos, incluida, claro está, la manera de disciplinarlos, para lo cual aplicaban una máxima modificada a la de la educación: “Buena crianza con sangre entra”.

Por esa razón los muchachos de nuestra época sufrimos los rigores de ese axioma. A punta de correas o pencas de cuero, o de varas de totumo, por insignificantes pilatunas nos daban extremadas cuerizas, al punto que dejaron incrustadas en lo más recóndito del inconsciente de algunos la idea de que por esos maltratos es que hoy son buenas personas.

Afortunadamente no me tocó una madre como la cachaca Aminta; no porque la mía, sin fórmula de juicio, me pegara con furia hasta verme pintada la penca en las piernas o en la espalda, sino por lo cruel que era aquella.

Vivía con sus seis hijos, cuatro varones y dos mujeres, en una casa que tenía una media agua después de la cocina. En esa estancia, de paredes de madera y techo de láminas de zinc, castigaba con indecibles palizas a sus hijos Napoleón, Jorge, Alberto y Alfonso; luego les amarraba por uno de los pies con una cadena de cuencas metálicas que se usaba para atar perros, la cual aseguraba con candado al horcón central que sostenía el techo del cuarto. Ahí los dejaba uno o dos días, con sus noches. De nada valía que la niña Chica, madrina de la menor de sus hijas, fuera a interceder para que les quitara ese inhumano castigo.

Como este cronista estudiaba en el mismo curso y colegio donde estaba Jorge, nos hicimos cómplices en las andanzas juveniles, incluidas, claro está, las peleas con otros chicos que nunca faltaron. No me daba miedo provocar y afrontar peleas con muchachos más grandes y robustos, porque si yo no podía con el rival, entonces entraba él y por detrás lo sujetaba para darme la oportunidad de emparejar el combate.

Un sábado por la mañana, después de un partido de fútbol en la cancha de Arranca Tronco, me dijo: “mi llave, como yo no voy a estar siempre para ayudarte, lo mejor es que aprendas a pelear para que no te la dejes montar de nadie”. Enseguida comenzó a enseñarme: "Fundamental es la mirada agresiva para infundirle miedo a tu oponente; los primeros golpes dirígeselos al hígado y al bazo, debajo de las costillas, porque le quitan fuerza y le hacen bajar la cabeza; no desperdicies golpes a la frente ni a las mejillas para tumbarlo, concéntrate en dárselo en la barbilla que ese sí lo desorienta y manda al suelo".

Para asegurar que su trabajo como entrenador fuera exitoso, me permitía adivinar la dirección de sus golpes antes de enviarlos cuando nos poníamos los guantes en las veladas boxísticas nocturnas que con apuestas se realizaban en la calle frente a la casa de Ubaldino. Al final del pugilato me señalaba mis errores y me hacía recomendaciones para corregirlos.

Cuando creyó que ya estaba preparado, después de seis peleas preliminares, me dejó boxear con el Cabezón Carrache, mayor que yo, de mi estatura, pero más rollizo, pues tenía un cuerpo forjado por los trabajos duros realizados en el campo: raleando monte, amansando equinos y jardeando ganado. Fueron tres peleas sin ningún ganador, donde ambos terminamos con ojos moreteados, nariz y labios rotos.

Debido a que don Napoleón levantó otra carpa con una mujer barrameja, los giros a la cachaca Aminta para el sostenimiento de la familia se redujeron en cantidad, de tal manera que a sus hijos Napoleón y a Jorge les tocó emigrar a buscar trabajo en Barranquilla.

No había pasado un año de haberse ido Jorge, cuando en el velatorio de un vecino que vivía arrendado en la mitad de la casa de Otilia, realicé mi última pelea a trompada limpia. Para ese velorio, como era costumbre en el barrio, contrataron a la señora María Anaya para hacer los rosarios de intercesión a favor del difunto y, a Mañe Aguirre como bufón para entretener a los hombres que fumando tabaco y tomando café acompañaban hasta medianoche, sentados en las bancas ubicadas enfrente de la puerta de la casa.

Me encontraba escuchando al cuentero en el extremo opuesto de su ubicación, cuando noté levantarse e irse al muchacho que estaba sentado a su lado; de inmediato corrí y ocupé ese lugar. Pocos minutos pasaron cuando volvió el ido, quien se me vino por detrás a reclamarme el puesto. Como me negué a dárselo, me dio tremendo puñetazo en la espalda que de ira giré, salté la banca y lo ataqué con una andanada de golpes obligándolo a refugiarse en la sala donde se encontraban sentadas las señoras esperando el segundo rosario de la noche. Allí entré y seguí pegándole; como era de esperarse, las mujeres salieron aterradas para el patio.

A la sala ingresaron algunos acompañantes, quienes nos separaron y sacaron del lugar. Mi provocador se fue para su casa situada a la vuelta de la esquina de la tienda del cachaco Luis. Yo volví a ocupar el puesto motivo de la riña, donde permanecí hasta pasadas las diez de la noche.

De regreso en mi casa me duché, cepillé los dientes y me acosté. Comenzaba a quedarme dormido cuando mi padre me agarró por la mano derecha y me levantó de la cama diciéndome que íbamos al patio a resolver un bochornoso asunto donde me encontraba involucrado.

Allí me preguntó por los motivos de la pelea y de las razones para irrumpir violentamente en la sala donde se realizaban los rezos para el difunto. Si bien me aceptó la justificación para responder al ataque de mi agresor, no pasó lo mismo con las que le di para importunar la solemnidad del velatorio. Me dio cinco fuertes correazos y, al final me dijo: “Aquí y en Cafarnaúm a los muertos se respetan”. Luego, agregó la frase que nos decía cuando nos íbamos a dormir: “Vaya tome agua, orine y acuéstese”.

Diez años después me enteré de que a mi amigo Jorge no le sirvieron de nada las soberanas palizas y castigos inhumanos que le dio la cachaca Aminta para formarlo como una persona decente, con entereza y carácter. En Barranquilla se rodeó de malas compañías, con costumbres y modales reprochables; cayó en las garras de la drogadicción y el nefasto negocio de su entorno, determinante de su muerte violenta a muy temprana edad.

Quizá por eso aún retumban en mi memoria los gritos de su hermano Alfonso, de escasos ocho años de edad para ese entonces, cuando una tarde suplicaba compasión a su madre que lo golpeaba de manera inmisericorde: ¡No me pegue más, hijueputa niña Aminta, no me pegue más, hijueputa niña Aminta!

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