Balada para un loco
Opinión

Balada para un loco

¿Quién se podría resistir a la locura cuando medio mundo se empeña en llamarlo Dios?

Por:
noviembre 29, 2020
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Cuando el mundo lloró a Maradona, lloró también por otras cuestiones y otros pesares. La muerte del último ídolo -genuinamente latinoamericano- sumió a miles, a cientos de miles, en un llanto repentino e incontenible. El niño que jamás lo conoció, o supo de él, lloraba también de ver a su padre encerrarse en su estudio a repetir, enmudecido, una y otra vez los goles del Diego. Lloraba la mujer que lo detestaba por patán y grosero, solo de recordar que en 1986 la vida florecía ante ella, sorpresiva, encantadora y amplia; y ahora se le había convertido en un puñado de realidades inamovibles y aburridas. Lloró también el político corrupto cuando su memoria, al saber del paro del 10, lo llevó a ese lugar incómodo lleno de humedad donde sus ideales de juventud se llenan desde hace tiempo de hongos y mordiscos de rata. Lloramos todos de nostalgia: de eso que pensamos que éramos y ya no fuimos. Lloramos de envidia y con la absoluta convicción de que Maradona si pudo hacer lo que se le dio la gana con su vida. Maldito.

Personalmente lloré al ver al Diego siendo un niño, en su primera entrevista, hinchado de ilusiones y embarrado de pobreza, afirmando que quería ser campeón del mundo. El pecho se me encogió al confirmar, de inmediato y sin esfuerzo, que cincuenta años después, en todos los rincones olvidados de este planeta, aún existen las injusticias que llevan a millones a pensar (y saber a ciencia cierta) que la única salida de la hiriente miseria sería la fortuna (y la condena) del fútbol. Por eso los niños pobres patean a diario un balón: como quien juega una lotería barata que promete un premio millonario. Una ínfima oportunidad de salirse de ese cascarón de acero que es la vida cuando se nace abajo y atrás. La puta vida.

Ese día, después de oír la noticia, dejé de trabajar y prendí el televisor. Un periodista deportivo, vestido de negro y jeans, apretaba su alma acongojada para evitar el llanto ante su público. No lo logró, al final de sus palabras las lágrimas pesaron más que su pudor. Quizás Pablo, el locutor que llora con los goles de su selección, recordó que el fútbol (el amor de su vida) ya no es el fútbol y por eso su abatimiento. Lo que fuera el deporte de la valentía, el pundonor y la fiereza se ha convertido en una industria que promueve celebridades que prefieren un buen corte de pelo a sudar por todo un país. Cuando Maradona se vestía de albiceleste olvidaba lo poco que el mundo le había ofrecido al nacer y se convertía en una patria recién humillada por una guerra y sometida al parecer de un dictador. El río de la plata que corría quedo, entre visos rojos de sangre y mierda joven y casta, también celebró esa marea izquierda que el capitán tenía como pierna. El único viento que el Diego tuvo a su favor.

Me permitiré caer en el lugar común de la defensa del recién fallecido. Aunque el monstruo en el que la fama convirtió a Maradona lejos está de poder justificarse, opto por quedarme con ese hombre valiente que, atenazado por la roca pesada de la cocaína, prefirió denunciar lo innombrable. Diego Armando Maradona estaba enfermo desde que le rompieron el tobillo en un partido jugando para el Barcelona. Fue demasiado para él y por eso cayó en el abismo de la drogadicción que lo acompañó para siempre. (A veces me gusta imaginar que de ese tobillo roto nació Messi). El comienzo de la eternidad del Diego ha sido bueno con él. Apenas horas después de su muerte se supo de la acusación de la justicia suiza contra Platini (ese ídolo caído) y Blatter por lo que siempre dijo Maradona: la vulgar corrupción del deporte más hermoso del mundo a manos de la Fifa y sus dirigentes. Mil veces prefiero a un personaje desbordado por la impaciencia de su corazón que a aquel arrodillado por la vileza de la codicia. En esta partida el Diego será absuelto por la historia.

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El diez, el loco aquel, ese polizonte del viaje a Venus, nunca quiso ser más que un jugador de fútbol y nosotros lo sacrificamos para tener un destello fugaz de emoción verdadera

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¿Quién, acaso, se podría resistir a la locura cuando medio mundo se empeña en llamarlo Dios? Vale la pena también asumir la responsabilidad de mucho de lo que le pasó a Maradona. Con la gloria le llegó al argentino una condena brutal: convertirse en un objeto. La falaz ambición de ser su fanático terminó por matarlo. Más allá de ser el portador de una devoción de millones, se hizo una víctima de un voraz fetiche. Maradona no vivió muchos días de felicidad: se los quitamos casi todos. Como un niño inquieto despedazamos de a poco a ese juguete temeroso. Le sacamos los ojos, le arrancamos los brazos, le ahogamos el corazón. Nunca amamos a Maradona, simplemente ejercimos la atención interesada que el carnicero fija antes de cortar un pedazo de lomo.

Diego Maradona sufrió la maldición de convertirse en un número. Lo que llevó al mundo a confundirlo con la figura de una entidad eterna con poderes sobrenaturales. Nos equivocamos. El diez, el loco aquel, ese polizonte del viaje a Venus, nunca quiso ser más que un jugador de fútbol y nosotros, hartos de tener una vida cualquiera, lo sacrificamos para tener un destello fugaz de emoción verdadera; ese esquivo sabor de boca que deja la gloria. Maradona hizo latir al corazón de miles incluso a sabiendas de que moriría desangrado. Él conocía su final.

No deja de ser paradójico que el ídolo de medio mundo se muriera sumido en la soledad de una habitación. Sus últimos respiros, su quejido final, fueron para sí mismo; sin intermediarios o aficionados.

Solo él.

Diego Armando Maradona murió feliz.

Adiós genio, que volviste a hacer llorar al mundo por las razones correctas.

@CamiloFidel

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