Sobre la martirizada tierra polaca han caído cosacos, comunistas, nazis y estrellas. Sofocantes vagones atestados de gente cuyo único destino son las cámara de gas de Treblinka, Sobibor o Auschwitz han recorrido sus caminos, dejando, alrededor de ese dolor inagotable, una estela de huérfanos que nunca pudieron llorar a sus padres.
Ida es una de ellas. Dejada siendo una recién nacida en un convento, su vida ha transcurrido limpiando el rostro torturado de los santos de yeso. Tiene 16 años y está a punto de recibir los votos definitivos que la convertirán, acaso para siempre, en una sierva de Dios. La superiora le dice que afuera todavía le sobrevive una tía. Lo mejor es que conozca la verdad, no sólo de su origen, sino del mundo, con sus tentaciones, peligros y dolores.
En plenos años 60, Wanda Gruz es una hija de la revolución. En algún momento llegó a ser una temible fiscal que ayudó, con sus decisiones implacables, a construir la nueva Polonia. Pero en el comunismo, como en todo los regímenes totalitarios, un día estás en la gloria y al otro caes en el oscuro y húmedo sótano del ostracismo. Ahora debe atenuar su fracaso ahogándose en vodka y perdiéndose en noviazgos de una sola noche. La temida llegada de su sobrina, a la que estuvo evitando para no fundirse en el dolor del pasado, la reconciliará definitivamente consigo misma, aunque el costo que tenga que pagar sea muy grande.
Rodada en un formato de cine que muchos técnicos considerarían anacrónico, Ida es una joya que parece venida de otro tiempo. Depurada, económica, exasperantemente realista, contenida y con unos diálogos puntillosos y precisos, Ida nos pasa por los ojos un blanco y negro de insultante belleza. Si, pareciera que los bríos del nuevo cine polaco, encabezado en su momento por la beligerancia vanguardista de Wajda, Skolimowski, Holland y Polanski, hayan vuelto a resurgir, así sea en el genio de una sola persona, el desconocido Pawel Pawlikowski, un hombre de 57 años, afincado desde los 16 en Londres y que tan sólo ha podido realizar tres películas. Pero con Ida no sólo hace un ajuste de cuentas con su pasado sino con su país, torturado por las ocupaciones de los dos monstruos más crueles y sanguinarios que vio crecer, como si de una sanguijuela sedienta, gigante y miserable se tratara, el siglo XX: Hitler y Stalin.
Ambos se dividieron Polonia cómo si fuera un pastel. Ambos le impusieron su irracional antisemitismo. En esos bosques brumosos y enigmáticos se esconden las cientos de miles de fosas que ha dejado el totalitarismo. Los restos de los padres de Ida deben estar allí, en lo profundo de la estepa, en la tierra removida, en los gusanos verdes y gordos que viven de la carne. Cavaron su propia fosa y tuvieron que pagar, con su vida, el sólo hecho de ser judíos.
La historia y la fotografía no es lo único que atrapa de este hermoso filme. Los retratos precisos que hace Pawlikowski de los dos personajes femeninos principales es realmente admirable. Queremos, entendemos y respetamos a estas dos mujeres. Wanda está al borde de la madurez y ha visto demasiado como para poder creer en algo, ni siquiera en ese sistema político que la convirtió en una prestigiosa figura pública a principios de la década del cincuenta. Por ella que la dejen tranquila, con sus ocasionales amantes, sus discos de música clásica y sus botellas vacías. Ida tiene 16 años y lo único que conoce es la entrega a una entidad celestial que nunca ha visto. Y ahora, el rostro de ese saxofonista se le aparece en las noches torturándola como si de un íncubo se tratara. Por más que rece y suplique no se irá a ir. Tiene 16 años y el diablo en el cuerpo.
Pawel Pawlikowski realiza, en escasos 78 minutos, una película que hace rato no disfrutábamos. Un retrato preciso de una época, sin juicios, sin dolor ni rencor. Como un humanista lo único que hizo fue entender y perdonar a los verdugos. Ida es sin duda una película necesaria no sólo para cerrar las heridas del holocausto que vivió Polonia, sino que nos podría servir a nosotros mismos para reconciliarnos, ahora que estamos a punto de cerrar el largo y cruento ciclo de la guerra. El problema es que al colombiano promedio, cegado por la imposición de los medios, despreciaría la tranquilidad contemplativa de un filme como estos.
Ida es una bocanada de aire fresco en la infesta cloaca de la cartelera de cine nacional.