Hace ya cuatro años del trágico accidente del avión de Lamia que transportaba al conjunto brasileño que lastimosamente, y por causas que aún no se han establecido completamente, se precipitó sobre una montaña del municipio de La Unión (Antioquia), arrebatándole la vida a 71 de las 77 personas que iban a bordo y que venían con la intención de disputar un juego por la copa suramericana frente al Atlético Nacional.
El accidente, que conmovió a todo el mundo, en especial a esta región del oriente antioqueño en Colombia, se convirtió en todo un manifiesto de solidaridad internacional, banderas, eventos y otras expresiones llenaron por varios meses las portadas de los grandes medios que además se volcaron a investigar y homenajear todo cuando dicho accidente pudiese evocar.
Para muchos, los homenajes fueron completamente pertinentes, para otros, un amarillismo exagerado por parte de dichos medios de comunicación frente a una tragedia que conmovía y que, además de eso, generaba el morbo suficiente que el rating necesitaba.
Pero no es el uso debido o indebido de la tragedia por parte de los medios de comunicación lo que vamos a analizar aquí, a pesar de estar muy relacionado, casi parece que los homenajes hubiesen sido más una formalidad o una oportunidad para que individuos, de todos cargos, políticos, administrativos y de la salud, se dieran el pantallazo de salir en los medios sobreactuando y magnificando acciones que incluso no llegaron a realizar.
¿Cómo podríamos demostrar que aquello que se vivió en esos momentos frente a esta tragedia no fue más que un espectáculo mediático y que en el fondo fue más la apariencia que el verdadero dolor percibido por parte de varias figuras públicas de la región? Uno de los ejemplos más claros lo podemos encontrar en el sitio del accidente, donde en la época del siniestro se intentó crear una especie de lugar conmemorativo con fotografías y un espacio de reflexión, que incluso se llegó a mencionar llevaría una iglesia en el sitio. Ideas que desaparecieron tan rápido como la organización de dicho sitio de homenaje que hoy en día causa más vergüenza que cualquier otro tipo de sensación.
Algunas banderas desteñidas, un trozo de un alerón del Lamia 2933, una placa oxidada y algunas flores marchitas son los vestigios más claros de que aquello no fue más que un interés desbordado por aparecer en los medios y aumentar un poco más el típico egocentrismo que enloda al ser humano y que los extranjeros que han visitado el lugar no dudan en percibir ante tan desastroso panorama.
¿Somos acaso tan reaccionarios e inmediatistas que solo podemos sentir dolor, nostalgia y solidaridad cuando los medios se abanderan de las tragedias? Tal parece que sí y este es un caso bastante evidente, pero sin duda no es el único, lo que no me es extraño en este país lleno de olvido. Por ahora debemos quedarnos con la sensación amarga que dicho sitio evoca y aceptar que el interés que muchos tenían en hacer un homenaje digno desapareció cuando el lente de la cámara giró hacia otro lado.