En el Caribe colombiano hay dos acontecimientos que marcan la dinámica de sus pueblos en cada año: la política parroquial con su ritual electoral (en veces) o de comidillas constantes y las fiestas parroquiales con su ritual religioso y pagano.
El año 2020 que anochece a estas horas no trajo nada de eso. Se presentó vacío como un cascarón y cual huevo de viento para desgracia de la gallina y del dueño, al desayuno de turno le hace falta un amarillo intenso en el centro del plato.
Los pueblos impuros como los nuestros esperan el ritual anual de sus fiestas patronales para recrear la alegría sin que los dolores aparezcan. Es una cita de calendas que remite a los agradecimientos tribales por la cosecha y la vida al mismo tiempo. Es el inocuo ejercicio de la fe que todo lo puede y que nos recuerdan lo débiles que somos en la ignorancia cristiana del sometimiento. Por eso, el santo o la santa patrona vigila cada uno de los pasos que damos y ellos esperan la postración que reivindica esa debilidad humana. Este año hubo preguntas que ni su misma santidad encontró las respuestas.
Y eso no va a cambiar por mucho tiempo.
La ropa nueva, los zapatos lustrados, el accesorio que impacta y el aroma del perfume caro o el pachulí igualitario; quedaron aplazados hasta que el tapabocas desaparezca.
Regreso a estas reflexiones en este mes de noviembre porque están asociadas con la memoria grabada en piedra y con las fiestas de Las Piedras – Toluviejo (Sucre), en los Montes de María y en medio de la neblina densa sobre los cerros de Coraza y Colosó, que anuncian un sol trepidante para el resto del día y la carga de nostalgia por los tiempos que se agotan a cada segundo en las navidades y el fin de año.
Las Piedras – Toluviejo (Sucre), en los Montes de María. Foto: César Calixto Salazar López
Es nuestra propia acción de gracias en el trópico.
La llegada de la mejor banda de la región (¿será Laguneta o la de Toluviejo?, ¿Chochó, Sincé, Momil, Manguelito o Caimito?) y la cabalgata con caballos prestados y burros escasos; y el aguardiente o ron blanco que hacen llover a veces los políticos. Luego la caseta popular con los amigos y los fandangos entre espermas y porros bailables. Es el inicio de la borrachera interminable de Ramón Arístides (el Rancho que creemos muerto) y de Roberto Corena (que también lo creemos muerto), de Hernán Márquez (boca de pito), de Guillermo Márquez (La Galla que tanto quiero) y del Ñoño (Hermógenes) cuando era buena gente. El baile provocador del diminuto cuerpo de Lito (que también la creemos muerta), las algarabías de Estebana (la de Zico), Neyla (la de Merto), Rosa María (la de Ubaldo), Nélida (la de Santiago), Cielo (la de Alicia), Lucy (la de Irma), Yina (la de Bercelia) y Eladys (la de Gustavito). El aporte de mi familia con tres tías imperdonables en su propio país siempre de fiesta: Zoila, Turita y Esperanza.
¿Será que los que viven afuera alcanzarán a llegar a tiempo?
Entre la neblina de la alborada veo borrosos a Don Vita debajo de su sombrero, a Puché encendiendo un tabaco, también a Pepé Fúnez y José de la Cruz López abrazando sus utopías irrenunciables; Yeyo y Luis Alberto poniendo orden; Eusebio y Moningo Márquez en baile sereno con sus parejas; Pello y Gustavo Salazar conversando sobre otros tiempos sin saber quien está vivo y quien esta muerto. Mi papá Pacho Chávez con Córdoba Corena grabando el acto que Emigdio y el Toto Guerrero transmiten para su programa de radio.
A todos ellos se los llevó el viento. A pesar que algunos están vivos y otros están muertos. Ahora solo somos un leve recuerdo.
Coda: haga el ejercicio de reemplazar los eventos y nombres anteriores con los que usted conoce y recuerda de su pedazo de pueblo que carga o lleva a cuestas como el inmenso bacalao de la emulsión aborrecible de otros tiempos.