El 25 de noviembre de 2016 recibimos la noticia de la muerte de Fidel Castro, el dirigente revolucionario que se convirtió durante 60 años en la más desesperante afrenta para los grandes capitalistas mundiales. Su desaparición adquirió un significado especial para nosotros, pues ocurrió al día siguiente de la firma del Acuerdo Final de Paz en el teatro Colón. Fidel quería sinceramente, y trabajó de modo constante, por la salida política en Colombia.
Su muerte pareció el gesto del buen padre que ha esperado el cumplimiento de un gran sueño, antes de partir con tranquilidad de este mundo. Hombres como él, excepcionales, imprimen su sello personal a toda una época. Una vez se marchan, ya nada volverá a ser igual. Sus ideales serán un legado para las nuevas generaciones, que habrán de mantenerlos con vida en circunstancias muy distintas a las que les dieron origen.
Por eso su partida contenía un mensaje inconfundible, que se fundía con los Acuerdos de La Habana. Los tiempos de los alzamientos armados, capaces de insurreccionar a todo un pueblo para derrocar el poder establecido, eran cosa del pasado. La batalla de las ideas pasaba a ser el factor más importante en la lucha por las grandes transformaciones estructurales de la sociedad. Las armas debían dejarse a un lado, y emprender el difícil camino de usar la inteligencia.
Fidel llevaba más de veinte años predicando ese nuevo rumbo. Recuerdo la indignación que despertó en muchos de nuestros compañeros en armas ese discurso. No podían aceptar que el camino al poder fuera distinto al de la insurrección armada. Así como que sin el triunfo de ésta, ninguna revolución sería posible. Irritación que contrastaba con los cambios que surgían en América Latina como consecuencia de los triunfos electorales de la primera década de este siglo.
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Recuerdo la indignación que despertó en muchos de nuestros compañeros en armas el discurso de Fidel. No podían aceptar que el camino al poder fuera distinto al de la insurrección armada
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Chávez, Kirchner, Lula, Tabaré, Evo, Correa, Lugo, Ortega sacudían de modo intenso la realidad política de sus países, y todos lo hacían por la vía de las urnas. La revolución bolivariana de Chávez lograba con la fuerza de las masas en la calle, echar abajo el golpe militar en abril de 2002, en el que brilló la injerencia del gobierno de George Bush. La realidad del entorno demostraba la clarividencia de Fidel. Solo en Colombia parecíamos no entenderlo.
La búsqueda de la solución política aprobada por la séptima conferencia nacional de las Farc en 1982, y reiterada en su octava conferencia de 1993, se materializaba en conversaciones de paz con distintos gobiernos, estrellándose siempre con la obstinación del poder que quería simplemente la rendición de los alzados. Con la llegada de Juan Manuel Santos a la Presidencia, el Establecimiento se abrió por fin a la posibilidad de un acuerdo real.
No habría vencedores ni vencidos, y en consecuencia, para alcanzar un acuerdo, había que ceder en las aspiraciones de cada uno. Las Farc teníamos nuestra plataforma de diez puntos con la que aspirábamos a conformar un gobierno amplio, pluralista y democrático, esa era nuestra principal bandera de lucha desde la octava conferencia. Ya habíamos aplazado el sueño de derrocar el capitalismo en Colombia y sustituirlo por el socialismo.
Este último se convirtió en una aspiración hacia el futuro, que requería de una sociedad democrática para avanzar a largo plazo hacia allá. Esa sociedad democrática nos la garantizaría la implementación de la plataforma de diez puntos. Pero el primero de ellos era la solución política. Y el orden de la numeración tenía también un hondo significado. La idea era que con la solución política lográramos abrir las puertas a un país más democrático.
Creo que en las Farc de los años noventa, con su empuje militar creciente, desafortunadamente, no todos lograron asimilar los cambios que trajo la octava conferencia. La idea inicial de la insurrección armada para imponer el socialismo siguió pesando en la mente de algunos mandos, que no pudieron jamás aceptar que la solución política implicaba la desaparición de la estructura armada. Firmado el Acuerdo Final se opusieron por eso a este.
Unos cuantos lo manifestaron abiertamente antes de la firma, y decidieron quedarse. Se sintieron incapaces de asumir otra forma de vida. Otros más lo intentaron, animados con el propósito secreto de seguir la confrontación, combinando las formas de lucha, con estructuras armadas clandestinas y guerra urbana. Estaba claro que al menor pretexto abandonarían el barco, y así lo hicieron, dejando enormes dudas sobre su honestidad.
Dicen que el Acuerdo fue malo porque admitió concesiones, cuando en términos realistas la solución política no podría haber sido sino esa. El conjunto del movimiento democrático, alternativo y progresista del país lo entendió a cabalidad, y por eso lo apoya cerradamente. Eso garantiza y fortalece la lucha por su implementación, cueste lo que cueste. De Fidel aprendimos que el revolucionario no se estanca en el pasado, sino que asimila los cambios que avizora.