Nadie se muere en la víspera

Nadie se muere en la víspera

Marcos tuvo un terrible accidente que lo dejó al borde de la muerte. Y aunque todo parecía indicar que no se salvaría, de algún modo lo consiguió

Por: Raúl Ramírez
noviembre 26, 2020
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Nadie se muere en la víspera
Foto: Pixabay

Fue durante un fin de semana. Recién había sido arrasado el municipio de Armero por la avalancha del cráter Arenas del volcán nevado del Ruíz, aquel 13 de noviembre de 1985, promediando las once de la noche. Había pasado tan poco tiempo, que la alegría parecía haber sido secuestrada por la soledad. No obstante, chispazos fiesteros parecían escaparse de una que otra cantina anhelante de los jolgorios del pasado reciente, que habían sido sepultados al tiempo que los 25.000 pobladores ameritas. Una brisa suave y fresca inundaba cada rincón de aquel pueblo vecino, que sentía la necesidad de levantarse nuevamente para recuperar el tiempo y las emociones perdidas. Mi amigo Arlid Rivera (Rivemar) y yo estábamos conversando en compañía de dos cervezas bien frías en el bailadero La Carreta, ubicado en pleno centro de Mariquita, la cuna de la expedición de Mutis. Parroquianos trasnochadores subían y bajaban por el camellón del comercio como aplazando sin fundamento la hora de dormir; ya habían sonado las doce campanadas que daban la bienvenida a aquella madrugada.

El ambiente estaba amenizado por los aires tropicales de las orquestas amplificadas en los parlantes de La Carreta y los minutos transitaban sin afán ni novedades. Bailando sin cansancio estaba Lito, quien después de una ardua jornada transportando reses, había llegado en su pequeña camioneta Ford de estacas hasta aquí para darse un toque de recreación que bien se lo merecía. Más allá y bastante entonado se veía a Marcos, el hijo de doña María, que no le fallaba a la rumba y a la toma de cerveza junto a varios de sus amigos. Estrada, personaje que se destacaba por su desparpajo pero también por su gran lealtad con los amigos, pasó raudo frente a nosotros en su motocicleta Yamaha Calicmatic 175. Marcos había llegado en su destartalado Renault 4, rojo descolorido, que le servía para sus conquistas amorosas; aunque para lograr la atención de las damiselas siempre se preparaba al tenor de unos tragos que le hicieran perder el pudor y la timidez que lo caracterizaban.

Estrellando las palmas de las manos, Rivemar llamó la atención del mesero y ordenó otras dos cervezas bien frías. Yo no tenía dinero para corresponderle la invitación, pero aun así él se complacía con mi presencia y yo, por supuesto con la suya. Aunque el pueblo dormía apaciblemente en la penumbra, la música y las luces psicodélicas entorpecían la tranquilidad que contrastaba en el sector residencial. Nadie se ocupaba de los detalles, cada uno vivía en su momento y el licor ya comenzaba a imponer sus alucinaciones.

Rivemar y yo andábamos en su motocicleta Honda 250, pero no teníamos problemas de alcohol, porque solo habíamos bebido 3 cervezas (cada uno) en todo el rato que estuvimos allí. Un poco más tarde, Estrada llegó cerca de donde estaba Marcos, quien de inmediato salió a recibirlo, brindándole un trago de bienvenida; eso sí, después de cruzar unas palabras fiesteras y recordarle, como lo hace todo borracho, que “yo a usted lo quiero mucho”, a la vez que le colgaba un abrazo fraternal.

Terminado el protocolo fiestero entre Marcos y Estrada, se pusieron de acuerdo en intercambiar los vehículos. Estrada le entregó la motocicleta a Marcos, quien la dejó parqueada a un lado del sitio donde estaba y le dio las llaves del carro a Estrada, que salió cual flecha sin destino.

No habían pasado más de 10 minutos desde que Estrada deambulaba en el destartalado Renault 4 por las soñolientas calles de Mariquita, el reloj mostraba algo más de la una de la mañana. En un instante de euforia, Marcos corrió hasta la motocicleta y con cierta dificultad la abordó. De ipso facto le dio la primera patada de encendido y el ruido ensordecedor llamó la atención de quienes estaban en la calle disfrutando el sereno veraniego. De repente, Marcos accionó la palanca de cambios y soltó de forma imprudente el clutch, produciendo una estampida infernal que hizo a la motocicleta literalmente trepar por el grueso árbol de manga que estaba frente al bailadero.

El efecto gravitacional hizo que la moto se devolviera con todo y Marcos cayó violentamente de espaldas sobre el pavimento, a la vez que el aparato encima. Se sintió un golpe seco, provocado por el choque de la cabeza contra el piso. La gente quedó perpleja, casi que petrificada, al observar cómo se expulsaban por su boca enormes borbotones de sangre. La motocicleta se revolcaba a un lado del cuerpo moribundo, que convulsionaba como danzando con la muerte.

Rivemar y yo solo pudimos ponernos de pie y nos dijimos sin hablarnos: "Ese hombre no puede morirse ante nuestras miradas indiferentes". De una vez saltamos a la calle y convocamos el socorro entre los presentes. Gritamos: "¡Un carro!, ¡un carro!, ¡un carro!". Y nadie se ofreció. La escena macabra de Marcos seguía sin parar y sentíamos que los minutos que pasaban eran valiosos para poderle ofrecer una posibilidad de vida.

De repente salió Lito y con gesto tosco pero solidario dijo: “Yo presto el carro pero échenlo atrás”. Era la camioneta Ford de estacas, cuya carrocería estaba llena de cascarilla de arroz y mierda, pues en ella se transportaban las vacas en el pueblo. Rivemar y yo corrimos y tomamos a Marcos de los pies y de las manos, y balanceándolo varias veces para coger impulso esperábamos que Lito abriera las compuertas. Sin medir palabras, lanzamos el cuerpo ensangrentado de Marcos sobre el planchón del vehículo.

Salimos de inmediato al hospital, que estaba a pocas cuadras del lugar del accidente, con el cuerpo de Marcos revolcándose entre la inmundicia, pero buscando esa ayuda que se anhela cuando no ha muerto la esperanza. La camioneta ingresó con cierta dificultad al área de parqueo en las urgencias del San José, por las condiciones del terreno ondulado en la portería. Aquí dejamos a Lito con otros curiosos tramitando la asistencia humanitaria para aquel pobre hombre caído en desgracia.

Con Rivemar salimos en su moto a buscar una ambulancia para trasladar a Marcos para la capital, Ibagué, en vista de la gravedad de su condición. Con las pocas indicaciones sobre el lugar donde pernoctaba el conductor de ese vehículo, lo ubicamos y con nerviosismo y afán le dijimos que viniera para prestar este servicio, a lo cual respondió: “Esa ambulancia no tiene llantas buenas y en esas condiciones yo no voy a ningún lado”. Salimos sin perder tiempo y fuimos a buscar la ambulancia de la Defensa Civil y una vez en el lugar nos respondieron a nuestra solicitud: “Esta ambulancia está varada”.

Nuestra angustia crecía y no teníamos alternativas que pudieran solucionar esta necesidad de traslado a un hospital más complejo al agonizante Marcos. Ya eran cerca de las dos de la mañana y resolvimos ir donde doña María, la mamá de Marcos, para ponerla al tanto de la terrible situación de su hijo. Nos sentíamos impotentes para comunicar esa desconsoladora noticia. Podíamos generar otra tragedia al decirle a doña María que Marcos estaba moribundo en el hospital y sin posibilidades de enviarlo a la capital para que lo auxiliaran con mejor equipo médico y quirúrgico.

No hay de otra, dijimos, la viejita tiene derecho a saber la verdad de una vez. Y llegamos frente a la casa de Marcos acompañados por la soledad y el silencio de la noche. Con premura tocamos la ventana y al ver que nadie abría, voz en pecho, dijo Rivemar: “Doña María, es que Marquitos tuvo un accidente y está muy grave, se está muriendo en el hospital". Y doña María, con voz de matrona trasnochada, respondió con fuerza: “Que se muera ese hijueputa, que me tiene aburrida con su vagamundería”. Sorprendidos, Rivemar y yo hicimos una mueca desconcertante acompañada de una macabra carcajada.

Regresamos de inmediato al hospital pensando que tal vez ya Marcos hubiese muerto, pero no, ya lo tenían afuera en una camilla, bañado y esperando un transporte para llevarlo al Hospital Federico Lleras de Ibagué. El médico que salía de turno era el Dr. Castaño, galeno de gran experiencia. Antes de irse, lo miró y vio que de sus dos oídos corrían sendos hilos de sangre, por lo cual dijo en tono pausado y pesimista: “Tiene fractura de cráneo, no creo que se salve”.

Repentinamente, como caído del cielo, llegó El Tuso en el Renault 4, que había recibido de Estrada hacía pocos minutos con el encargo de llevárselo a Marcos en la mañana siguiente. El Tuso, que había vivido en carne propia la angustia de la muerte, pues en la historia de su vida registraba ocho impactos de bala en su cuerpo en circunstancias que pocos conocían, acabándose de enterar de la trágica noticia se bajó con desespero. Al saber que no había ambulancias, tomó a Marcos entre sus brazos y lo colocó en la parte trasera del vehículo sin ningún tipo de ayuda clínica (como oxígeno o cualquier otro elemento que permitiera mantenerlo vivo).

El Tuso salió como un bólido en el vetusto cacharro desde el hospital rumbo a Ibagué. Con Rivemar salimos detrás corriendo a mirar cómo se perdía el carro entre la oscuridad y la distancia. Bueno... dijimos. Hicimos todo lo posible. Y con la sensación del deber cumplido, bajamos por la motocicleta para regresar a nuestras casas. Al tomar la calle de repente la sorpresa fue aún más grande, El Tuso venía muy veloz de regreso con Marcos, moribundo y tirado en el asiento trasero del destartalado Renault 4.

"¿Qué pasó?", le gritamos desde la motocicleta cuando lo alcanzamos. Respondió sin bajar la velocidad: "¡Este hijueputa carro no tiene gasolina!". Después de todas estas penurias, por fin El Tuso, en medio de peripecias, pudo llevar a Marcos y dejarlo en Lérida, desolado municipio a unos 45 km al sur de Mariquita, donde encontró una ambulancia que luego lo trasladó al hospital más importante del Tolima.

Pasaron varios meses, cuando una tarde de caminata por los lados del sector donde se parqueaban los transportadores de pasajeros, Marulanda, aquel negrito buena gente que ronda las calles del pueblo como un fantasma, me llamó gritando y agitando sus brazos. Me acerqué y lo saludé, estaba con un amigo que sonreía alegremente. Entonces, Marulanda le dijo señalándome: "¿Marcos, conoce a este señor?". Le respondió con risa nerviosa y cogiéndose la cabeza: "No, no sé quién es". El negro replicó: "Fue él con otro amigo, Rivemar, los que lo recogieron del suelo esa noche y le salvaron la vida".

Marquitos, a quien todos le dicen El Propio, semanas después recobró su memoria y siguió trabajando muchos años como fabricante de carpas para vehículos en casa de su mamá, la matrona doña María.

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