Transformaciones institucionales para la defensa del territorio

Transformaciones institucionales para la defensa del territorio

Reflexiones en torno a una política regional pospandemia para el Chocó

Por: Andrés Bateman Investigador de la Fundación ACUA
noviembre 18, 2020
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Transformaciones institucionales para la defensa del territorio

Si alguna frase caracteriza la actitud de los centros de poder de Colombia frente al Chocó es la que un diputado del departamento de Antioquia dijo en plena sesión de asamblea en 2012: “La plata que uno le mete al Chocó es como meterle perfume a un bollo”. En el argot colombiano, esta frase sugiere que en tanto el Chocó es pedazo de mierda, no hay esfuerzos que puedan perfumar su hediondez. Esta sentencia, cargada de racismo, discriminación y desprecio por los habitantes del departamento, contiene toda la historia de sometimiento que padece la región desde la colonia.

Inicialmente habitada por población indígena, tras la introducción forzada de personas esclavizadas provenientes de África Occidental por parte de colonos españoles, la región se convirtió en un territorio mayoritariamente afro o negro. Así como ocurrió en múltiples zonas del continente, el actual Chocó se convirtió en lugar de refugio y resistencia por parte de comunidades que luchaban por escapar de las estructuras esclavistas. Llamadas cimarronas o palenqueras, estas comunidades consistían en grupos de personas previamente esclavizadas que tras interactuar con indígenas, lograron adaptar al territorio sus conocimientos propios de manera única e innovadora. Aunque con interacciones con las zonas comerciales de la región, estas poblaciones mantuvieron parcial independencia del poder central durante el siglo XIX y parte del XX. Gracias a esta independencia, algunas de estas comunidades continuaron con muchas de las prácticas que habían desarrollado desde tiempos coloniales.

Fundamentando su identidad en las particularidades sociales, culturales y económicas, tras un largo proceso de movilización social y en el marco de la Constitución de 1991, las comunidades negras del tramitaron la Ley 70 de 1993. También llamada Ley de las Comunidades Negras, la ley tiene “por objeto reconocer a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva (…)” (Ley 70 de 1993).

A pesar de los logros conseguidos por la Ley 70, en la práctica el escenario es muy diferente. Cultivos de uso ilícito, tráfico de cocaína, megaproyectos de infraestructura, agroindustria y gran minería socavan esas formas particulares de interactuar con el espacio que las comunidades negras han defendido por siglos. No solo eso, estas actividades también atentan contra la soberanía alimentaria, contra usos no-capitalistas del territorio y contra la diversificación de las formas de producción.

Aunque con ciertos cambios tecnológicos y de forma, estas intervenciones han ejercido presión sobre las poblaciones locales desde la colonia, han callado los liderazgos, han desplazan y asesinado a la población, han secado ríos y deforestado montañas. Reflejadas en la frase con que se dio inicio al texto, junto a discursos de progreso y desarrollo, estas intervenciones han hecho de una de las regiones más biodiversas del mundo, en una de las más pobres y violentas del país.

Es en este escenario en donde el COVID-19 hace su entrada y profundiza los problemas de exclusión y marginación que ha venido enfrentando a la población del Chocó desde hace siglos. Con cerca de 3.500 casos y más de 120 fallecidos, el COVID-19 se está convirtiendo en un lente que permite dimensionar la problemática social y lo nefasto de las intervenciones para el “desarrollo económico” implementadas en el departamento. Hospitales abarrotados, escasez de equipos médicos y de bioseguridad, aumento de la pobreza y del hambre, quiebra del comercio local, más asesinatos de líderes y lideresas sociales, más presión sobre comunidades indígenas y negras, más enfrentamientos entre grupos armados, más desplazamiento, más daños irreparables al medio ambiente. La pandemia trajo más de lo mismo. Más de lo mismo, pero intensificado.

La intensificación de la problemática en el Chocó debido a la pandemia global pone en tela de juicio lo que tantas veces se ha dicho sobre los virus: que nos afecta a todos por igual, que no discrimina. Tal vez el virus no discrimine al huésped, pero sí conlleva consecuencias diferenciadas según región y población. Para el caso del Chocó, más allá de la tragedia humanitaria, hay dos consecuencias que deben prender las alarmas de los movimientos sociales y consejos comunitarios. La primera, ya en curso, es la profundización de las ya difíciles condiciones de vida de la población habitante del departamento, el aumento de la violencia y el aumento de la segregación social según color de piel, sexo, género e ingresos. La segunda, de largo aliento, es la ampliación de prácticas desarrollistas en la región bajo la excusa de la recuperar el curso de economía tras los efectos de la pandemia.

En efecto, en su edición online del 18.08.2020 el periódico El Espectador tiene el siguiente titular Minería: ¿salvavidas para la economía pospandemia? Al igual que el titular, los “expertos” del desarrollo harán uso de todas las herramientas tecnocráticas para promover prácticas extractivas que enriquecen a algunos, pero destruyen los territorios donde habitan comunidades negras e indígenas. Sin el debido control de la ciudadanía, y bajo el pretexto de la recuperación económica, se ampliarán los incentivos a la agroindustria, se darán facilidades tributarias a la industria pesquera, se reactivarán las discusiones sobre megaobras de infraestructura y se promoverá el turismo a gran escala. En fin, con la gente en sus casas y con la excusa de la emergencia económica post COVID, se renovarán y profundizarán las estructuras socio-económicas que han definido la suerte del Chocó hasta el día de hoy.

Sin embargo, no todo es preocupante. La pandemia también ha servido para llamar la atención sobre la urgencia de unas políticas públicas, que además de estar al servicio de las personas y no del capital, se muevan hacia la construcción de una región que supere el discurso del desarrollo. A la postre, es poner en marcha aquello por lo que las comunidades han luchados desde que fueron forzosamente insertadas en el territorio. La reproducción pacífica y heterogénea de múltiples formas de habitar el mundo, que propenda por la diversidad y el balance ecosistémico, que propenda por diálogos horizontales entre las medicinas, las educaciones y las economías de todos los actores de la región. La apuesta, tal y como lo plantea Francia Márquez en el portal Diáspora, es cohabitar “el Pacífico a partir de las potencialidades ambientales, culturales, espirituales y sociales para el fomento de una economía sustentable puesta al servicio y cuidado de la vida humana, el territorio y su biodiversidad”.

La interacción entre quienes cohabitan el territorio, incluyendo a las instituciones estatales y ONG no pueden reducir a las comunidades a meras recipientes de recetarios obsoletos sobre cómo desarrollarse. Tampoco pueden ser unos diálogos que reduzcan las prácticas locales a expresiones folclóricas de consumo tal y como lo dicta el multiculturalismo neoliberal. ¡No! La exigencia es por interacciones radicalmente interculturales, en donde los conocimientos indígenas, negros, campesinos y aquellos traídos de las grandes ciudades se cuestionen y nutran mutuamente. Unas interacciones que cuestionen lo propio y lo ajeno. Que cuestionen todo aquello que atente contra el bienestar del territorio y de las poblaciones su autonomía.

Este horizonte de interacción radical, si bien lejano, hace eco con la premisa de construir un mundo donde quepan todos los mundos. Con ese objetivo en mente, tanto en el Chocó como en distintas partes de Colombia se han realizado avances que reflejan la importancia y potencialidad de esta apuesta política. Además de cientos de iniciativas ancladas en el día a día de las comunidades, hay una serie de esfuerzos que desde su concepción cuestionan la fijación que tienen las instituciones en el desarrollismo. Estos esfuerzos buscan crear diálogos entre los distintos actores que cohabitan la región, que incluyendo a las instituciones estatales, logren dar cumplimiento a algunos de los reclamos históricos de las comunidades. Solo por mencionar algunos casos: La declaración del Río Atrato como sujeto de derechos, propende por su protección y reconoce la relación particular de las comunidades ribereñas con esta fuente hídrica. La delimitación del Distrito Regional de Manejo Integrado en el Golfo de Tribugá (DRMI) surge de la comunidad y tiene como fin regular la industria pesquera y mejorar ciertas prácticas pesqueras de la población. Entre otras, la pesca con dinamita o veneno. La Zona Exclusiva de la Pesca Artesanal (ZEPA) entre los municipios de Bahía Solano y Juradó, busca desarrollar una actividad pesquera orientada a la preservación de las especies y ecosistema marino por parte de las comunidades locales.

Todas estas estrategias, triunfos de las comunidades, conducen a la transformación de las instituciones y prácticas económicas actuales, y crean las pautas para que la región coexistan múltiples formas de habitar el mundo. Estos cambios institucionales de ordenamiento territorial, implican trabas a la expansión del desarrollo capitalista en la región. Con grandes esfuerzos, y luchando contra los poderes legales e ilegales que han saqueado a la región desde hace siglos, la población avanza en la transformación del “sentido común” de las instituciones que tienen incidencia en el departamento. A la larga, las propuestas socioeconómicas e institucionales de las poblaciones indígenas y afro del Chocó, además de promover su autonomía y bienestar, también propenden por la eliminación de las estructuras que dan lugar a frases como la que abre el texto.

Eliminar las presiones que tienen las comunidades sobre el territorio tiene que pasar por una discusión sobre la soberanía alimentaria, sobre el sustento familiar y sobre la seguridad alimentaria. Para esto, la noción del el uso doméstico del territorio desarrollado por las comunidades negras, es fundamental. Pero este sustento familiar no es cualquiera, tiene que fundamentarse en prácticas basadas en las formas particulares de habitar el territorio de las comunidades.

Prender las alarmas sobre la profundización del extractivismo para “recuperar” la economía del país tras el COVID, también significa ampliar los avances que ha conseguido la población para la defensa del territorio. Solo a través de la irrupción y transformación de las instituciones por medio de la presión social se abre el camino para construir un nuevo “sentido común” que premien la vida, el territorio y las comunidades. No al capital y al desarrollo económico. Solo así se superará la relación colonial que ha tenido el interior del país con el Chocó. Solo así se avanzará hacia una región en donde quepan muchos mundos. Solo así la frase del diputado antioqueño sería impensable.

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