En cinco años consecutivos de las fiestas de noviembre, no hubo reina del barrio San José que no pasara por el colchón de fusilamiento del dueño del “San Nicolás”. Así había bautizado Filadelfo a su Jeep Willys, de color rojo y emparchado de vistosos taches de luces reflectivas.
Fila, como cariñosamente le decíamos, era un buen tipo, con estampa de cantante de película mejicana y una amplia sonrisa que mostraba un refulgente diente de oro. De su buena suerte con las mujeres, especialmente con las reinas del barrio, comenzaron a tejerse varias teorías: que tenía un pacto con el diablo, a quien en vez de plata le había pedido dotes en el arte de enamorar; que fue un secreto con el que un brujo de Tacasaluma le pagó la carrera de llevarlo una noche hasta allá; que era porque le había echado el nido del pájaro macuá al frasco de perfume que usaba, y esa fragancia las enloquecía al punto de aflojarle las piernas; y, muchas otras más.
Como estaba despertando en mi adolescencia, por mi timidez en esos años para abordar a las muchachas, me hice amigo de él. Cuando tenía la suficiente confianza, le pregunté cuál era su secreto para conquistar a las mujeres, sobre todo bonitas, y me respondió: “¡No, qué va, mono!, no tengo ningún secreto, pero sí las cualidades para hacerlo”. "Cuáles", le interrogué. Entonces, agregó: "Buen porte, sonrisa amplia con un diente de oro para mostrar, ser buena papa y, por encima de todo, lo que más ayuda, es un carro como el mío".
En los días siguientes no hice más que pensar en eso y me decía: "Bueno, yo tengo buena pinta; la sonrisa tengo que comenzar a ensayarla, porque dicen que soy muy serio; tengo una corona de plata en un diente, pero eso lo puedo arreglar yendo donde Chepe el dentista para que me la cambie por una de oro; y, creo que soy buena gente; así que me falta lo que más sirve, como me dijo Fila, un Jeep Willys, con un nombre de santo, y pomposo como el de él.
Comencé, entonces, a ayudar como nunca a mi papá en el negocio de venta de víveres y abarrotes que tenía en La Albarrada, a orillas del río. Llevaba un tiempo en eso, cuando inicié el trabajo para convencerlo de comprar un carro, le ponía como ejemplo a los vecinos: que don Medardo tenía, que don Horacio también. Fue tanta mi insistencia que un día, cansado de la montadera, me dijo algo que me puso los pies sobre la tierra: Vea mijo, yo no voy a vender mis vacas para con mi plata comprarle su carro. Cuando usted trabaje, con su plata cómprese un avión si quiere.