El mérito de opinar
Opinión

El mérito de opinar

Siempre tenemos el derecho a abstenernos de consumir la expresión de los otros, nadie nos obliga a permanecer con los ojos abiertos con tenazas ante la revista del banquero

Por:
noviembre 15, 2020
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En estos días viejos pero recientes tuvo lugar una predecible agitación. El dueño de una publicación periodística decidió, finalmente, terminar de venderla a su socio. Este último, un joven banquero (con más verdades en sus manos que las necesarias) asistido por el derecho que todos tienen de hacer lo que les venga en gana con lo propio, aceptó la renuncia de su célebre director y en cambio nombró a una periodista que como principales aliados tiene al escándalo y a lo escandaloso. Muchos se lamentaron -en exceso- por la aparente desaparición del medio legendario, que ya llevaba -años- dando palos de ciego en esa labor estricta, comprometida y seria que implica el deber de informar. Con el tiempo, la publicación, terminó por convertirse -de forma intermitente- en uno más de los medios oficiales de un poder que lo que menos necesitaba era más aplausos. Ahora los tiene por escrito semanalmente. Ya es un hecho.  Será un negocio lucrativo. Triunfarán con creces.

Aunque mucho se escribe y se defiende sobre la dimensión activa de la libertad de expresión, parece que con frecuencia se olvida que ese mismo derecho también tiene una faceta más discreta y silenciosa: el derecho a abstenerse de consumir la expresión de los otros. Por fortuna, aún en Colombia se puede escoger qué, quién y cuándo se lee o ve lo publicado por un medio de comunicación. Existe (incluso en las franjas de propaganda del gobierno que llegaron para quedarse) la posibilidad de apagar el televisor, pasar la página o no detenerse ante el escaparate rebosante de revistas. También nos expresamos a partir de lo que no consumimos. Nadie nos obliga ni siquiera a permanecer ahí con los ojos abiertos con tenazas ante la revista del banquero, como en la famosa escena de la Naranja Mecánica. Podemos dejar de hacerlo de inmediato sin que medie un permiso especial o un trámite engorroso.

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Con esa desbocada inclinación a opinar sobre todo lo que ocurre y nos indigna, terminamos redimiendo mentirosos, mediocres y oportunistas.  La vara cada vez está más abajo

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Sin embargo el juego está arreglado. No solo el banquero colombiano lo sabe, sino también los millonarios del mundo que ahora compran medios de comunicación a diestra y siniestra. Todo empieza por el lamentable deber compulsivo -casi neurótico- de opinar que esclaviza a la mayoría de personas que se mantienen activas en las redes sociales. Sin importar lo que se publique, el consumo está garantizado. Millones se vuelcan a las redes sociales a declararse indignados y por supuesto y efecto -he ahí la trampa soterrada- a consumir lo que el medio publica. Los nuevos dueños de los medios saben perfectamente que el gran mandamiento de nuestros días es el clic o la mención; así sea para despotricar de la columna, la reseña o incluso la directora. Con esa desbocada inclinación a opinar sobre todo lo que ocurre y nos indigna, terminamos redimiendo mentirosos, mediocres y oportunistas.  La vara cada vez está más abajo.

Sería oportuno que cada vez que vemos algo o alguien, ya sea una revista con más de 30 años de historia o una influenciadora incómoda por una cama distendida, podamos abstenernos de pronunciarnos al respecto. Muchos dirán que es absurdo limitar la crítica y la opinión sobre lo que nos disgusta. No obstante, es aún más absurdo inadvertir que esas críticas y opiniones -hoy en día y en las redes- hacen más fuerte y duradero a eso y esos que criticamos y cuestionamos. No todo, ni todos, merecen nuestra opinión. El tiempo que se pierde ante el necio y su necedad tampoco regresa.

Es bien sabido que para el escándalo se necesitan dos (parafraseando la bella moraleja del tango): el que a sabiendas de su éxito crea las mareas de la indignación y quien inerme se abandona ante ese mar frívolo y pasajero. La fórmula parece ser callar cuando se esté ante esta trampa fácil. Callar, ese antiquísimo atributo que solían usar los hombres cuando conocían las virtudes de la prudencia y la discreción; esas viejas manías que parecen ahora enterradas en una caverna oscura en los confines del mundo.

 

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