Recientemente he visto algunas noticias en donde se muestran maestros que han renunciado a su trabajo, hastiados de la indiferencia de sus estudiantes ante el conocimiento que el docente quiere impartir. Muy seguramente ellos tienen otros medios para subsistir. Aunque también es probable que no. Y que lo hayan hecho llevados por un arrebato emocional producto de la tensión que ha implicado para muchos estar operando de un modo atípico. Es decir, realizando sus clases a través de medios tecnológicos.
Sin embargo, es posible que precisamente esos medios tecnológicos les haya puesto en evidencia algo que en sus clases presenciales ya sucedía, pero que la costumbre les había hecho pasar desapercibido. Es posible también que la dificultad para manejar algunas situaciones a través del uso de la herramienta tecnológica de comunicación haya generado aún más estrés laboral en el caso de estos maestros. No son los únicos. Emocionalmente es algo que les ha pasado a muchos. Que nos ha pasado a muchos.
He sido profesor por más de 20 años y, por supuesto, he pasado también por esa sensación de inutilidad del enseñar. En el ámbito presencial, la idea de que en realidad me contrataron para mantener "guardados" a los estudiantes en un salón durante un cierto lapso. O la idea de que mi papel como profesor es entretenerlos "con dinámicas" para motivarlos y para que no se aburran del colegio.
Y sin embargo, no voy a negar la sensación de satisfacción que me producía el día que "estaba de buenas" y lograba cautivarlos (a la mayoría) con algún tema de clase. A veces, incluso hubo muy buenas rachas. Semestres en donde todo parecía funcionar muy bien. Con todo, lo cierto es que todo maestro sabe que cada grupo es distinto. Que lo que funcionó con unos después no funciona con otros. Que la relación con los estudiantes igualmente muchas veces es frustrante, porque por momentos (por muchos momentos, parece que es arar en el mar y sembrar en el viento).
Pero un día, al pasar el tiempo, uno se va dando cuenta que las clases que se preparan para un cierto número de personas estaban destinadas para unos pocos que sí tenían interés. Un interés que no tiene por qué ser demostrado al 100%. Que puede ser oscilante. A veces mucho, a veces regular, a veces poco. Incluso, a veces bien podría ocurrir que una clase determinada termina siendo destinada a una sola persona. Un solo estudiante que quería poner su mente y sus ensoñaciones, ahí. En la clase. Un solo estudiante también vale la pena. Pero, además, es posible que los otros, algunos, sean cautivados por un discurso muy distinto al de uno.
Recuerdo a una de mis compañeras, profesora de química, que tuvo durante el tiempo en el que trabajó en ese colegio "encarretado" a más de uno enseñando su asignatura a través de recetas de cocina. Seguramente muy pocos se dedicaron a la química, pero en cambio sí logró que vieran ese mundo tan difícil del conocimiento de su disciplina, de otra manera. Y es muy posible que cuando alguno de sus estudiantes, ya mayores se aventura en la cocina, se acuerde de alguna cosa que ella les habrá enseñado. Por supuesto, no se trata de recordar la anécdota con su profesora, sino el hecho de que, así como ella, los demás profesores también pusieron su granito de arena en la complejización de sus estructuras de pensamiento.
Como quiera que sea, siempre hay que buscar el modo. Siempre hay que encontrar el sentido frente a algo que pudiera en determinado momento parecer que carece en absoluto de sentido. En más de una ocasión, en varios colegios donde trabajé, me arriesgué a decirles a mis estudiantes que si no querían estar en clase podían salirse del salón sin consecuencias.
En dos ocasiones perdí el trabajo por esa osadía. En la primera ocasión los estudiantes que no quisieron entrar casi desbaratan el colegio en solo veinte minutos. En otra ocasión, la mayoría salió del salón y solo quedó una estudiante. Con todo el estoicismo del caso, hice la clase solo para ella, aunque en mi fuero interno tenía la convicción de que ella no salía por un cierto sesgo de solidaridad con su papá, que también era profesor de filosofía. Dos semanas después, los estudiantes se cansaron de estar fuera del salón y volvieron a clase. Afortunadamente, en esa ocasión conté con el favor del rector, que no me montó ninguna película por el tema, aunque no dejó de echar indirectas en varias ocasiones en la sala de maestros.
En esa situación, lo de un solo estudiante de cuerpo presente fue real. Muchas veces, aun cuando haya muchos cuerpos sentados mirando fijamente al frente, la mayoría no están ahí, sino que están evadidos mentalmente, en sus películas internas. Igual, uno también se da cuenta cuando hay alguien que no nos ignora. Pueden ser, uno, dos, tres personas.
¿Pero harían una clase solos?, ¿sin que haya ningún estudiante, ni mental ni físicamente? Y, además, ¿tendría sentido eso? Yo lo hice. Por políticas de la Universidad donde trabajaba por ese tiempo, había que realizar una conferencia virtual y los estudiantes debían conectarse. Después, había que enviar la evidencia de que la tarea se realizó en el horario propuesto. Es decir, había que enviar la grabación.
Más de una vez lo hice sin que absolutamente ningún estudiante se conectara. ¿Habrán visto la grabación después? No lo sé. Igual, yo les enviaba copia de la grabación. En todo caso, casi nunca lo hacía con desánimo. Hablaba como si tuviera a alguien frente a mí.
Hoy en día es más fácil. Los medios tecnológicos facilitan mucho más la conexión. Sin embargo, el hecho de que estén ahí, conectados, no significa que estén prestando atención. Aun así, lo hago con toda la propiedad de la que puedo ser capaz. ¿Por qué?
Enseñar no es solo enseñar. Uno puede hablar ante una multitud, y toda esa multitud puede que le preste atención y le aplauda, como ocurre en el mundo del espectáculo. Pero también es posible que a uno en realidad solo le preocupen los aplausos de los expertos. De los que saben de qué es lo que uno está hablando. En otra instancia, es posible que, en medio de esos aplausos, (aplausos quizás protocolarios), lo único que en realidad nos importe es el aplauso de una sola persona entre ese público (quizás el de la madre, el de una hija, el del padre querido), y en el caso del salón de clase, la atención de, aunque sea, un solo estudiante.
Y ya, en última instancia, aun cuando no haya nadie que aplauda, aun cuando no haya nadie que asista, esa presentación (esa clase) puede y debe tener como función, la propia autocalificación. Enseñarse a sí mismo. ¿Acaso es un secreto que todo maestro empezó a aprender muchas cosas precisamente cuando se dedicó a enseñar?
Enseñar no es solo enseñar. También se trata de aprender.