¡Azúcar! llamaba a la danza la reina del ritmo Caribe. La dulzura es deseo y virtud, el azúcar es pureza, agasajo y premio. Es energía vital, necesidad cotidiana. ¿O es más bien lo que nos induce a creer nuestra herencia cultural y lo que le interesa promover y magnificar a una multimillonaria industria con gran presencia en los medios?
Aunque el azúcar refinada se conoce en Occidente desde las campañas de Alejandro Magno en la India, durante cientos de años fue un artículo escaso y de lujo. No fue sino hasta la era de los grandes viajes y descubrimientos marítimos que afloró su industria, impulsando la colonización europea, la globalización de economías extractivas y el tráfico de esclavos. Aún hoy perviven en el Tercer Mundo las estructuras de poder excluyentes que en buena medida se originaron durante el período colonial y se replicaron en las haciendas y las plantaciones azucareras tras las independencias.
Mucha gente piensa que el azúcar refinada es necesaria porque brinda la energía que el cuerpo requiere para funcionar adecuadamente. Esto no es cierto; durante los 250.000 años de existencia del Homo sapiens en la Tierra, hasta la masificación del azúcar refinada, a finales del siglo XIX, la humanidad derivó su energía de fuentes naturales de carbohidratos. El cuerpo humano puede obtener toda la energía que requiere a partir de un adecuado y balanceado consumo de alimentos como las frutas, las verduras, las harinas y la leche materna.
Aparte de que el azúcar no es necesaria, el consumo cotidiano de azúcar puede ser dañino. El cuerpo humano no está evolutivamente configurado para metabolizar la sacarosa —el compuesto químico que llamamos azúcar —de manera adecuada. Por ello, cuando consumimos cantidades abundantes de azúcar diariamente (más de 5–9 cucharaditas), esta puede llegar a causar enfermedades como obesidad, diabetes, hipertensión, caries y gota.
Lo cierto es que hoy somos sociedades que consumen demasiada azúcar. ¿Cuántas gaseosas consume usted al día? ¿Sabe usted que las gaseosas son, básicamente, bombas de azúcar refinada? ¡Una sola botella de gaseosa personal puede contener alrededor de 20 cucharaditas de azúcar! Ni qué decir de un vaso agrandado de gaseosa en el restaurante de comidas rápidas. ¿Y cuántos dulces, chocolates, postres, panecillos, bocadillos, golosinas, tortas o productos que contienen azúcar o que contienen jarabe de maíz alto en fructosa consume usted diariamente? ¿Estamos envenenando a nuestros niños y niñas, habituándolos al consumo cotidiano de azúcar? Ante esto, es clave que nos acostumbremos a leer la etiqueta que detalla los ingredientes de los productos que consumimos, y a consumir con información adecuada y a conciencia.
¿Cómo cambiaría la sociedad si disminuyéramos el consumo de azúcar? De nuevo nos movemos en el campo de lo hipotético. Pero podemos conjeturar en torno a por lo menos dos asuntos, adicionales a los beneficios de la disminución del consumo de azúcar sobre nuestra salud. En primer lugar, hay evidencias de que nuestra atención y concentración podrían mejorar ostensiblemente si disminuyéramos el consumo de azúcar. Esto no solo redundaría en un mejor desempeño académico y profesional, sino que, además, podría posibilitar comportamientos más racionales en el espacio público; quizás mayores niveles de coordinación y de cooperación entre los ciudadanos. En segundo lugar, es probable que, si disminuyéramos el consumo de azúcar, contribuiríamos a controlar una industria que, mediante el uso de herbicidas y artilugios jurídicos poco transparentes, poco está ayudando a resolver el problema de la tierra, raíz fundamental de nuestros trágicos y dolorosos conflictos.
Disminuir drásticamente el consumo de azúcar sería atreverse a despertar, incluso —en varios sentidos— literalmente, de un dulce sueño que, viéndolo bien, es en realidad una amarga pesadilla.