Imponente, la imagen de un águila en pleno vuelo suele cautivarnos por su majestuosidad, la extensión de sus alas y su destreza al romper el viento es casi siempre considerada como un símbolo de plena libertad. Esta capacidad propia de las aves para volar es comúnmente asociada al hecho de que éstas tangan alas, sin embargo y como se sabe, si bien todas las aves tienen alas, no todas pueden volar.
Un hecho similar sucede cuando se habla de las víctimas y de los victimarios en un conflicto armado como el que vive el país hace mas de medio siglo. Cuando se trata de establecer quiénes son las víctimas y quiénes son los victimarios no hay un consenso, ni siquiera parcial. Y es obvio, en un conflicto tan complejo y multifactorial cada uno de los actores armados configura una perspectiva propia de lo sucedido, radicalizando su comprensión de los hechos, lo cual redunda en una sociedad extremadamente intolerante y polarizada. ¡Ojalá que todo esto se redujera a un mero problema discursivo y no en el asesinato y desaparición forzada de miles de individuos que alimentan las alarmantes cifras de los informes anuales de Human Rights Watch y otras organizaciones no gubernamentales!
Es evidente, no hay quien no se haya sentido afectado por la larga historia de violencia que ha vivido Colombia. Todos hemos sido afectados, directa o indirectamente, por la barbarie del conflicto; todos sufrimos, pero no por ello todos somos víctimas. ¿Quién es entonces la víctima? A propósito, es bien significativo lo dicho por Manuel Reyes Mate, filósofo español, gran especialista del exterminio judío en la segunda guerra mundial. Para el autor, puede considerarse como víctima todo individuo inocente sometido a una situación de injusticia. De manera que no debería ser el sufrimiento, sino la relación entre inocencia e injusticia uno de los mayores criterios cuando se habla de la víctima. Compresión que nos obliga a repensar el rol de la víctima y del victimario más allá de la esfera del sufrimiento y el dolor causado, pero que, no obstante, comporta problemas de otro orden cuando se trata de determinar la inocencia de alguien y, aún más, el criterio de lo justo y lo injusto.
¡No se trata de afimar que todos somos víctimas o que todos somos victimarios! Primo Lévi, testigo directo de la barbarie nazi, habla de la “zona gris” para ilustrar precisamente esta situación. El testigo relata cómo los Sonderkommando, es decir, aquellas unidades de judíos que dentro del Campo debían gestionar las cámaras de gas y los crematorios, eran obligadas a jugar fútbol con los oficiales de la SS. Por instantes en el juego los roles se invertían; en la celebración del gol la enorme diferencia entre oficiales y los miembros del Sonderkommando parecía borrarse, y la subjetivación producida parecía poco importar.
Lejos estamos de pretender comparar lo sucedido en Auschwitz con el conflicto armado colombiano. Aunque, bien es cierto, lo relatado por Primo Lévi en cuanto a la zona gris se aproxima bastante a lo que sucede actualmente en el país. Guerrilla, paramilitares, fuerzas del Estado se mueven constantemente en una lógica que culpabiliza a los otros actores del conflicto y que al parecer los exime en su accionar bélico. Basta recordar la masacre de Bojayá perpetrada las FARC, la masacre de Segovia a manos de las AUC o las diversas desapariciones forzadas atribuidas a los agentes del Estado para saber que las vícitmas se generan en todos los frentes del conflicto y que los victimarios las pretenden ignorar. En últimas, esta lógica imperante potencializa un accionar violento que hace que ciertas víctimas se conviertan en victimarios, constituyendo de esta manera una espiral de destrucción la mantiene intacta.
Aunque no sea una tarea fácil, la identificación de los roles en un conflicto es esencial para encaminar un proceso de diálogo que busque establecer las bases de una construcción social que conlleve a la paz. La víctima, las víctimas deben exigir justicia y los víctimarios deben asumir responsabilidades en miras de una repación (moral, símbolica, material). Todos queremos pasar la página de esta violenta historia pero es iluso pensar que se puede superar la violencia sin justicia; la paz no significa impunidad y, menos aún, si ésta es el resultado de la firma de un acuerdo que desatiende la perspectiva singular de las víctimas.
Por nuestra parte, como sociedad civil debemos dejar el cómodo lugar del espectador que mediante una pretendida objetividad cree poder valorar todo desde la distancia, ignorando que es participe de la deshumanización del otro y de paso asiste a su propia deshumanización. En nosotros está la gran responsabilidad histórica de asistir al encuentro de la víctima, de restituirle su buen nombre y su memoria, de hacerla partícipe de la humanidad de la que ha sido excluida.