(I)
Las hubo que dieron lustre y crédito al oficio desde que el mundo es mundo. Las antiguas Roma y Grecia entregaron sus especímenes bienhechoras aunque no sin dificultad para ejercer la ocupación. Unas debieron vestirse del sexo enemigo dadas las enérgicas medidas prohibitivas. Y cuando fueron descubiertas nada bien les fue. La Londres del diecisiete fue testigo de una fogosa líder que protestó contra el maltrato a los reclusos y a los desposeídos en grado extremo. La progenitora de un monarca futuro fue atendida en el parto por una de esas artesanas de la vida, que debió dar una bocanada de vino a un cuasi fallecido recién nacido. Dice la historia que la mentada madre tenía estrechez de pubis y, a juzgar por unos implacables críticos de su vida palaciega, también de entendimiento.
Una que otra de esas señales fue vista en la que será la protagonista de esta historia, quien decidió tomar el oficio de su madre, compartirlo con una hermana de padre y prima hermana ―vínculo familiar que fue posible dado que su padre tuvo la dichosa idea de procrear con dos mujeres que eran hermanas entre sí―, y entregarse a él durante más de medio siglo, período durante el cual atendió casi las tres cuartas partes de los partos habidos en la población, correspondiendo el resto a su hermana y otras.
Ayudar a traer nuevos pobladores a este abigarrado universo en una minúscula porción del mismo, otorga fueros y poderes no contemplados en los códigos del ordenamiento jurídico mas sí en las leyes de hierro de la costumbre y del agradecimiento. Simona se vio liderando, no se supo en qué momento ni cómo ni cuándo, una de las facciones de su partido, establecidas y convenidas en la capital, para que se disputara el liderazgo local del partido nacional con sus copartidarios del terruño. Cinco agrupamientos tenían el partido en el centro político, cinco tuvo en el pueblo. Muy disciplinado.
Sus dividendos obtenidos del oficio le alcanzaron para incursionar en otras actividades del quehacer económico. Alistó a su primogénito en una embarcación impulsada a remos y palos, embutida de plátanos recogidos en la población y veredas vecinas, y lo hizo llegar a Barranquilla todas las veces que él quiso, por entonces protagonista de proezas en el comercio que sus visitantes de la ribera del río se encargaban de amplificar. Los teatros que presentaban espectáculos en vivo protagonizados por mujeres en ropas escasas y abundantes carnes, las cantinas y bares, los cines de pantallas gigantes con sus películas de vaqueros en inglés, o de cantantes de música mexicana ranchera, eran recreados a su retorno al pueblo por los navegantes.
La leyenda negra, puesta a andar por los mismos miembros de las familias que comerciaban plátano, dice que en más de una ocasión el jefe de la embarcación paró los palos de la liquidez en el puerto fluvial y marítimo, y debió ser mandado a buscar por el dueño del capital. Fue un mal generalizado. Un indicador de que el viaje de turno había constituido un fracaso era la llegada de regreso a Coyongal de la embarcación movida a palos y remos, jalada por uno de los barcos y otras embarcaciones motorizadas.
Nuevos críos, sin embargo, hacían su aparición en el caserío y no solo en él. Desde el sur y el norte, de atrás y desde enfrente, llegaban al nacedero a menudo las mujeres en trance de parir y aunque eso reportaba ingresos de dinero que se manifestaban en la compra de tierras y ganados y en la de plátanos para comercializar en Barranquilla, ponía en aprietos a la anfitriona para atender a dos o más pacientes, dado que solo disponía de una cama en la que a duras penas cabían dos. Por lo demás la labor de Simona, además de su ingrediente humanitario, estaba llena de momentos agradables. Era usual en ella que pidiera al marido de la parturienta la provisión de dos botellas panchas de aguardiente, la mitad de una de las cuales era combinada con azúcar que suministraba a la nueva madre mediante tragos espaciados para facilitarle la ampliación de la vagina y de contera el nacimiento de la criatura. La otra y la mitad restante se las apuraba con el feliz padre.
El liderazgo político adquirido merced a su apostolado médico le trajo serios contratiempos con sus adversarios partidistas, que eran también familiares cercanos, casi todos sofocados mediante intervenciones de mediadores amigables voluntarios, cuando no solicitados. Uno de aquellos contradictores la inmortalizó con unos versos que la muestran como integrante de un grupo que choca contra otro, pero compuestos solo por mujeres. El poeta hace relucir un asunto que tuvo mucho peso en el pasado en el pueblo: barrio Arriba y barrio Abajo.
Me han contado que Simona/con Trinidad y Agustina/en medio de una cocina/para hablar no reflexionan/ellas hablan de Petrona/ de Inés Pérez y Pacha Ardila/ y todos los del barrio Arriba/solo por ser aranguistas/porque ellas siendo lopistas/no necesitan de amigas.
Santiago Martínez Martínez, que así se llamaba el poeta contendor de Doña Simona, era su querido primo hermano con el que limaba asperezas al calor de unos prolongados tragos de aguardiente, ron Popular y no se sabe si de ñeque. Este relator, hijo del inspirado creador de versos, da fe del entrañable cariño que se profesaban estos dos miembros del encumbrado club de libadores. En más de una ocasión cuando fue a visitar a la comadrona esta, que era tía de su progenitora, solo le preguntaba por su padre, pero no por su mamá. “Ve, ¿y tu papá?”, así sin acento en la última sílaba, inquiría. Además, Santiago, que tenía a su hijo Alfonso a unas dos casas de Simona, aprovechaba las visitas a su descendiente para extenderlas a su mortal enemiga política y disipar así las extremas diferencias con unos bien conversados tragos.
II
La bien merecida fama de Simona de eficaz mensajera de la vida se había irradiado desde Coyongal hacia los poblados de la periferia, y por eso ya resultaba familiar a sus paisanos ver una figura cuasi encorvada sentada en el centro de una canoa ―impulsada por dos briosos bogas―, cubierta con una sábana blanca para protegerse del sol o de la lluvia, según estuviera el clima, trasladarse desde el puerto de su casa, que era la primera del barrio Abajo, cada vez con mayor frecuencia al pueblo donde era requerida, casi siempre situado río arriba. El curioso cuadro aquí descrito sirvió para que dos de sus juguetones nietos hicieran gracejos acerca de aquellas otras personas que viajaban arropadas y sentadas en la mitad de una canoa: “allá viene (o va) Mama Simo”.
El adecuado cruce de los saberes ancestrales con la medicina moderna que Doña Simona ejecutó fue el que le facilitó su labor. La administración simultánea de medicamentos por la vía intravenosa, como el Pitocín, de uso en ganado vacuno también, con bebidas obtenidas de plantas de la zona, de efectos dilatadores en el útero, fue asentándola en el oficio y dándole mayor confianza. Piña, albahaca, orégano, entre otras plantas y especias, constituían el variado menú de nuestra heroína para atender parturientas. Un trabajo de parto dirigido por ella y, en muchas ocasiones, ejecutado por jóvenes aprendices, eran el corolario de la labor vital. Cuando, en más de una ocasión, el caso excedía las posibilidades de Simona, la paciente era remitida de urgencia, si la expresión cabe, al hospital de Magangué donde los facultativos al conocer el lugar y nombre de la remitente avalaban lo actuado.
La empiria había hecho de ella una incursionista en asuntos más allá de la mera espera de nuevos pobladores de la tierra. Algunas tocayas de Sofía Loren, tocadas por la curiosidad y ansiosas por convertirse en madres, solían visitarla en la búsqueda de sus buenos oficios obtenidos a través de tantos años de labores. Así, tuvo pacientes que le solicitaron medicamentos para obtener dureza en la matriz, en vista de que sus criaturas no lograban cuajar y se salían de su lecho natural de modo prematuro. Otras, la solicitaban para que las ayudara a obtener la fertilidad negada por la naturaleza. Algunos muy allegados familiares informan que tuvo varios aciertos en ambos casos. ¿Alguien pidió pebre de galápago?
El oficio de partear en Coyongal era de uso generalizado. Ya se dijo que la protagonista lo había heredado de su progenitora, Rosalía, pero esta a su vez lo compartía con una de sus hermanas, Benita, quien parió al que sería yerno de Simona dos veces, Higinio Nicasio. Este había contraído nupcias con Julia, la que murió al poco tiempo, y años después lo hizo con Rosalía con quien tuvo una extensa prole. Simona, sin embargo, no tuvo sucesoras inmediatas en el arte. Este oficio, a diferencia del de curandero de mordidas de serpientes venenosas, no estaba rodeado de intrigas ni de intenciones perversas de colegas que quisieran causar daño a la paciente que atendía otra partera.
La leyenda local enseña que los curanderos acostumbraban a quitarse los pacientes entre sí, mediante el envío de aves malignas que sobrevolaban y después se posaban en los techos de las casas donde atendían a los picaos, o de brujas que en las noches esparcían sus carcajadas terroríficas, hasta conseguir que estos murieran. El resultado era el desprestigio del curandero del caso en concreto, y solo una buena justificación referente a que el veneno de la serpiente era diabólico y contra el cual no era posible luchar, amainaba el disgusto de los dolientes. Razón para que el tegua no dejara de ser buscado en las siguientes oportunidades.
Las bajas en las tasas de natalidad se expresaban en la labor de Simona, quien en ocasiones debía acudir a la venta de licor al público, unas veces para llevarlo y otras para consumirlo allí, estas las menos, para compensar el faltante. La bondadosa mujer que era la enfermera de recién nacidos, alguna vez debió sacrificar unos pesos en aras de salvar dos vidas de adultos que habían llegado a comprar la industriosa bebida. Después de haberse empacado cada uno en el buche una botella, durante el buen rato que allí estuvieron, se trenzaron en una feroz disputa verbal que hacía prever un desenlace fatal, reforzada con amenazas de mandar las manos al cinto en la búsqueda de armas de fuego, desenfundarlas y dispararlas sobre la humanidad del otro. Todo porque se reclamaban mutuamente el compromiso del otro contraído de antemano de pagar la cuenta.
El espíritu filantrópico de la dadora de vida y circunstancial comerciante de licor, zanjó a lo Salomón el problema. “Véi, muchachos, dejen eso así, no se vayan a matar por esas dos botellas de ron”. Escuchada esa salvadora oración los dos alegres compadres se despidieron de la generosa anfitriona y muy abrazados tomaron rumbo hacia abajo del pueblo, quizás con la esperanza de repetir hazaña.
La marcada inclinación a la conversación le acarreó situaciones embarazosas con algunos pretendientes de sus nietas. En cierta ocasión, de alguno de estos cupidos comenzó a referirse en términos poco elogiosos, delante de una de las que la acompañaban, en los siguientes términos: “Yo no sé qué es lo que esta niña le ve al enamorao que tiene. Ese hombre que no tiene ningún cultivo ni tierra ni nada que se le parezca y cuando lo ve uno es con el saco lleno de plátanos, yucas, guineos y auyamas”. La diatriba hubiera resultado inofensiva de no ser porque la había escuchado en su totalidad el destinatario, que reposaba sentado con su saco al hombro lleno del producto de su trabajo tan criticado, y que ella por sus deficiencias visuales no lo había advertido de inmediato. Una curtida mujer llena de vida salía del atolladero con un: "Véi, niño, tu tái por ai. Yo que te estaba llamando para que me alcanzaras unos cocos”. En una población donde los cruces entre familiares para constituir hogares no eran extraños, ella no dejaba de advertir acerca de su inconveniencia.
Su espíritu un poco calvinista le había servido para, como se dijo al inicio de esta narración, adquirir unas tierras, unas reses y disponer al primogénito en la vanguardia de la comercialización del plátano con Barranquilla, habiéndose previamente surtido en Coyongal y los pueblos vecinos. Los picos y bajos del comercio hacían mover la aguja de la economía casera que se apoyaba en el oficio de Simona. Veterana en el manejo de los ahorros, recibía a quienes solían visitarla con un casi lamento acerca de la escasez de dinero, pero los que conocían las intimidades del asunto hacían sus incursiones en la libreta vieja de apuntes y en los forros de las almohadas de su cama.
La siempre fresca memoria le servía de apoyo para recordar a deudores la obligación que con ella tenían por causa de su profesión. Eso sí, sin perder los buenos modales adquiridos en su casa. Nunca un ser humano fue escarnecido por ella, porque sus progenitores no hubieran pagado todavía, después de más treinta años, los costos de su venida al mundo. Su ejercicio de la diplomacia imperaba en todas las esferas de su vida, como en cierta oportunidad que compró unas libras de cerdo fresco a uno de sus atendidos críos. Este pasaba en dicha ocasión por el frente de su casa conduciendo una carretilla en la que llevaba la carne de cerdo cuya venta anunciaba, ella lo llamó, le tomó la cantidad que necesitaba y le dijo que al regreso entrara para pagarle. Así ocurrió, pero al despedirlo le expresó: “Decíle a tu papá que me debe el parto tuyo”. Simona nunca dejó de atender a una paciente porque no tuviera dinero para pagar los servicios. La tutela no fue necesaria.
Venida a menos la profesión de partera por los aires renovadores de la modernización y la entrega del sistema de salud a los particulares, en los hospitales y clínicas campea la cesárea. En los pueblos, como el terruño de Simona, no hay ni parteras ni médicos. Las parturientas deben ser enviadas a la cabecera municipal para que les practiquen la cirugía ya conocida. Nuestra heroína hubiera atribuido la ingratitud de los hijos modernos hacia sus padres, a la falta de nacimiento natural de los mismos previo trabajo de parto de la comadrona.
* Esta narración fue alimentada por alguna información suministrada por personas allegadas a la protagonista, a ruego de ellas omito sus nombres y apellidos. LEMA.