Tener es existir. No tener es prácticamente no contar para los demás. La posesión material determina fatídicamente el grado de reconocimiento frente a los demás. Así empezó la apropiación de lo material para darle significado a lo largo del tiempo.
Todo comenzó con un taparrabos.
No desde la presunción masculina viril, o desde la candidez femenina; sino desde la misma necesidad de cubrirse las partes “nobles” entrepiernas o esconder la “vergüenza” por el tamaño, la forma o la censura que se veía venir al estar erguidos y dominantes en el horizonte. Tanto varones como mujeres empezamos a sentir la necesidad del taparrabos para que la imaginación también apareciera y se tomase al mundo.
El taparrabos entonces simbolizó la forma como nos fuimos apropiando de las cosas del medio natural para transformarlas en valores desde distintos sentidos (no sólo de uso y de cambio) y seguramente, en una runa extraviada en la memoria, comenzamos a jugar con sus diseños, colores, tipos de materiales y formas para competir por atraer contrarios o para diferenciarse del resto de la tribu o clan.
Y no se necesitaba más nada entre nosotros en el trópico. En otros lados el clima seguramente exigía más allá del taparrabos, otra protección contra las inclemencias del ambiente.
Ahora en estos tiempos de coronavirus y de desolación maquillada con órdenes desde los Estados y despotismo sanitario que restringe libertades fundamentales, el taparrabos cumplió su ciclo y le agradecemos mucho lo que nos significó en los primeros tiempos; para darle paso al tapabocas que también simboliza protección, barrera contra lo invisible y respeto por los demás frente al riesgo de la pandemia.
Volvemos a los primeros momentos de la tribu. A asegurarnos con el tapabocas de que no representamos peligro para los otros. A cubrirnos la boca para no ser un portador mal intencionado del virus. A solo tener este símbolo como testimonio de existencia. Un asomo del respeto al otro en tiempos de crisis de valores.
Todo continuó con un tapabocas.
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Fiestas plagadas de salivazos y fornicaciones entre luces intermitentes en los sitios de baile y coros de las barras bravas en los estadios; quedaron aplazadas hasta tanto el covid-19 se canse
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Las preocupaciones por la ostentación discriminatoria. El lujo como fortaleza para pelear batallas medievales inútiles. Los viajes para enviar selfies a lo largo del mundo y despotricar de los amigos espectadores a la distancia y en la cruel trinchera de la envidia; las fiestas plagadas de salivazos, abrazos y fornicaciones entre luces intermitentes en los sitios de baile y los coros de las barras bravas en los estadios; quedaron aplazadas hasta tanto el covid-19 se canse, mientras, todo lo cubre ahora el tapabocas. El nuevo taparrabos de nuestras vergüenzas.
Estemos en San Benito Abad-Sucre (entre ciénagas ardientes) donde un Cristo milagroso parece que perdió la memoria o en Samarcanda buscando la ruta perdida de la seda, el taparrabos ahora se lleva como tapabocas por todos los miembros de la tribu global para espantar los miedos al contagio y seguir siendo un humano extraviado en el fangoso mar de su impotencia.
Coda: a veces la literatura es un viaje por las tristezas humanas y de la mano de la fatalidad griega que nos recuerda al exilio o al destierro como una de las formas de no vivir siguiendo vivo. Leonardo Padura se encarga de eso en Como polvo en el viento (Tusquets 2020) (con música de Kansas en “dust in the wind”).
El tapabocas es el nuevo taparrabos de nuestras vergüenzas