Una y otra vez he vuelto sobre el texto de Ami Kaufman —periodista israelí, cofundador de +972, un portal informativo independiente de israelíes y palestinos—, publicado por El Espectador el domingo pasado. Se titula “En mi nombre no, por favor” y, además de que me sacudió hasta las mitocondrias, me dio el papirotazo de gracia para dejar de guardar silencio a la espera de que hablaran los expertos. Y de que gobiernos poderosos se pronunciaran con claridad y de que esa masa gaseosa llamada “comunidad internacional”, por fin, tomara forma. Pero no. En esta era del espectáculo 24 horas que nos tocó vivir no hay guerra ajena que no podamos presenciar atrincherados en el sofá. Sobre todo porque los superhéroes de la geopolítica, amenazados por la kriptonita de su propia decadencia, fuera de aferrarse a ramas que amortigüen su rodada —la industria de la guerra, una de ellas–, pocas cosas más pueden hacer distinto a tomarse fotos de familia en reuniones de alto turmequé. La diplomacia fracasó, quienes se hayan alzado con un Nobel de Paz por cuenta del conflicto árabe-israelí, sírvanse devolverlo.
“¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo llegamos a esta situación de la operación Borde Protector?”, se pregunta aterrorizado Kaufman en el artículo. Sin sospechar que el lunes siguiente arrancaría la peor de las semanas desde que, el pasado 8 de julio, el primer ministro Netanyahu ordenara “la neutralización de los túneles”: más de cien muertos gazatíes en un día, la única planta de energía eléctrica inhabilitada por una explosión; colegios, hospitales y refugios destruidos; y la franja toda convertida en un queso gruyere reseco, estrecho y malherido, a punta de bombardeos. Al filo del exterminio.
Según la ONU, hasta ayer, los muertos palestinos superaban los 1.200, de los cuales tres cuartas partes son civiles, 240 niños entre ellos. Y los israelíes sumaban 53 soldados y tres civiles, uno de ellos de origen tailandés. Tenaz. Más aún si a la frialdad estadística pudiéramos dibujarle facciones y ponerle nombres e historias de vida que, si bien no conocemos, hemos visto caer como tórtolas frente a las cámaras. Nos conmovemos un buen rato, sí, pero luego nos ponemos la piyama y nos vamos a dormir. Y, horas después, nos levantamos sin apenas darnos cuenta de que la humanidad a la que nos gloriamos pertenecer es una vergüenza, lo que menos la desvela es el hombre. “La pasada noche, unos niños murieron mientras dormían junto a sus padres en el suelo de aulas declaradas refugios de la ONU en Gaza. Matar a niños mientas duermen es una afrenta contra todos nosotros y un motivo de vergüenza universal”, informó el miércoles la Unicef. Entretanto en Occidente se oía roncar.
“No hay guerra más justificada que esta”, repite Netanyahu, al tiempo que lanza una advertenciaurbi et orbi: el Ejército está preparado para alargar la ofensiva el tiempo que sea necesario. Observo el video de la conferencia de prensa y no puedo dejar de pensar en mis amigos judíos. Los quiero a morir y con algunos hemos hablado sobre los sufrimientos y logros de ese pueblo maravilloso. ¿Justificarán la violencia indiscriminada con la que el gobierno de Israel está cazando guerrilleros en el subsuelo de la Franja de Gaza? No lo creo. Incluso apostaría a que no comparten el ánimo de venganza —distinto al derecho a la defensa— que parece mover al primer ministro. Contra un grupo puntual que amenaza su seguridad desde el otro lado de la frontera o contra el mundo mundial que no impidió la infamia nazi, no lo sé, pero venganza al fin y al cabo. Y sospecho que talvez es esa culpa histórica que carga el planeta la que impide a los grandes líderes exigir la terminación de la masacre que se está perpetrando en Gaza. Están empanicados de que los tachen de antisemitas solo por manifestar que el desterrado pueblo palestino también merece vivir en libertad.
(Dos millones de personas que no tienen patria, que dependen en su gran mayoría de la ayuda humanitaria, que padecen crisis alimentaria, que la única fuente de agua —un acuífero costero— está contaminado en un 90 por ciento, que no encuentran trabajo, que no pueden salir de su encierro, que no se sienten seguros en ningún lado y que se hacinan en 362 km2, en buen castellano, viven en cautiverio).
“No debemos permitir que la muerte de nuestros hijos se convierta en una coartada para el combate fratricida”, manifestó en un foro de las Naciones Unidas, Raquel Fraenkel, la mamá de Neftalí, uno de los jóvenes israelíes secuestrados y asesinados por extremistas palestinos. E invitó a la mamá de Mohamed Abu Khdeir, el joven palestino quemado vivo por ultraderechistas judíos, a que la apoyara en la campaña contra el odio que Borde Protector ha exacerbado hasta la barbarie. Con el dolor intacto y un coraje recién nacido remató: “Las madres podemos ganar la batalla que perdieron los políticos”. Así que en su nombre no, don Benjamín.
COPETE DE CREMA: Y en el mío tampoco. Aunque a nadie le importe mi clamor.