La calificación de ‘corrupcion’ se aplica generalmente cuando se da un aprovechamiento de una oportunidad para enriquecerse deshonestamente porque las circunstancias lo facilitan.
Un elemento es la deshonestidad, pero el otro es el aprovechamiento que depende de que se den las condiciones que lo permiten.
La indignación que genera va más allá de la que produce o produciría el simple aspecto de ser un delito. No sentimos lo mismo ante lo que puede ser un hurto a un apartamento que ante la coima que recibe un político. No es corrupto el que roba una bicicleta pero sí el contratista que no cumple la calidad de los materiales contemplados en la licitación que ganó.
En otras palabras, para acceder a la categoría de corrupto es necesario pasar antes por cierta categoría y cierto nivel de poder.
En alguna forma hasta en esto se manifiesta la inequidad social pues no cualquiera tiene la posibilidad de ser ‘corrupto’ en los términos que lo entendemos usualmente.
Por eso en momentos en qué hay más tensiones sociales ofende más la corrupción. Se retroalimenta la rabia subconscientemente con la sensación de injusticia, lo cual aumenta las ganas de reaccionar.
Infortunadamente el sistema mismo, al propiciar las desigualdades y al convertir el objetivo de la vida en perseguir el poder, se convierte en promotor de la corrupción, o se podría decir en corrupto en sí mismo. En la medida que en el mundo actual el éxito económico es identificado con el poder, donde más se manifiesta y más indignación produce la corrupción es alrededor de casos donde el elemento central es el dinero.
Pero no es el único.
Por ejemplo, se entiende ya como tal el abuso en las relaciones de género donde empieza a rechazarse y entenderse como una forma de corrupción los acosos en los cuales el poderoso aprovecha su jerarquía para explotar en forma indebida a sus subalternos. O el abuso de poder en los administradores de Justicia como sucedió con ‘el cartel de la toga’.
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El individualismo a ultranza -característico del neoliberalismo- ha tendido a promover la promoción personal y dejar de lado la actividad colectiva y la solidaridad
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Pero en nuestro caso las manifestaciones recientes son contra un sistema social empapado en corrupción pero también contra un modelo político que se basa y consolida alrededor de ella. El individualismo a ultranza -característico del neoliberalismo- ha tendido a promover la promoción personal y dejar de lado como una relación de segunda importancia la actividad colectiva y la solidaridad.
El caudillismo remplazó a los partidos políticos porque nuestra institucionalidad estructuró un sistema para así desarrollarlo. Las listas con voto preferente ponen a competir individuos contra individuos; la circunscripción nacional para el Senado es un proceso darwinista donde el poder personal de los grandes electores excluye cada vez más la representación democrática; el sistema de otorgamiento de avales crea el sometimiento de los congresistas a los directores de los partidos; y por supuesto la falta de regulación y control sobre la financiación de las campañas produce automáticamente la reciprocidad para favorecer a los grandes aportantes.
Ejemplos de hasta dónde alguien puede aprovecharse de la corrupción del sistema político para abusar del poder lo han demostrado algunos de nuestros ‘dirigentes’. En casos tan extremos como el del Partido Liberal pasa a ser anecdótico o irrelevante el nombre de quien así actúa; es la institucionalidad la culpable al permitírselo.