Triviño Anzola publica su Vargas Vila en Madrid
Opinión

Triviño Anzola publica su Vargas Vila en Madrid

La editorial Verbum edita en Madrid La semilla de la ira de Consuelo Triviño Anzola

Por:
julio 07, 2013
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“Una verdadera novela de época, deliciosa en su ritmo lento y circular; una obra de arte que no se había publicado desde la aparición, y desconocimiento, de Sin remedio, la extensa y agitada búsqueda de sentido de la vida de un desdichado poeta bogotano, Ignacio Escobar, cuyo biógrafo no es otro que un vargasvila aristocrático y pendenciero, aficionado a la tauromaquia y la neurastenia llamado Antonio Caballero.”

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Hace 80 años murió, en un piso del 183 de la Calle Salmerón [hoy Mayor de Gracia] de Barcelona, JM Vargas Vila [1860-1933], el más  leído e influyente escritor colombiano del siglo pasado, uno de los más ricos del mundo, antes que GGM publicara Cien años de soledad. Dejó al porvenir y a su hijo Ramón Palacio Viso, cerca de cien novelas, crónicas de viajes, historia, panfletos políticos o ensayos de estéticas; sus villas de Paris, Málaga, Sorrento, Madrid o Barcelona, donde había vivido dedicado a combatir por la libertad social e individual del hombre y las mujeres de su tiempo con el cincel de su prosa, inolvidable e hiriente, que incluye títulos como Aura o las violetas, Ibis, Ante los bárbaros, Los césares de la decadencia, Los divinos y los humanos o Rubén Darío.

Nacido en una casona de la Calle del Volcán del barrio La Candelaria de Santa Fe, tres años antes de la promulgación de la Constitución de Rio Negro, los años de su juventud coincidieron con los del Olimpo Radical, cuando como periodista y agitador defendió los Estados Unidos de Colombia de Don Tomás Cipriano de Mosquera, el irreductible partidario de la libertad de expresión, enseñanza, asociación y culto, cuyo contradictor, Rafael Núñez, luego de haber leído en Spencer, rompió con el radicalismo y optó por un centralismo político y fiscal que llevó a la guerra civil de 1876-78, cuando Vargas Vila militó con el general Santos Acosta y luego, como secretario del general Daniel Hernández, —quien perdiendo la vida y la guerra en la sangrienta batalla naval La Humareda, permitió a Núñez declarar liquidada la Constitución de 1863 y expedir la de 1886—, hubo que huir a los llanos del oriente y luego a Venezuela, iniciando un exilio que duraría toda la vida.

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Escribió entonces contra los símbolos y personas de las sociedades decimonónicas que perpetuaban las instituciones coloniales, los caudillismos y los fanatismos religiosos. Admirado y leído en cantinas de barrio, barberías, costureros, fábricas, universidades, tabernas portuarias, sastrerías y carnicerías, sus numerosos enemigos, intelectuales al servicio de tiranos y autoritarios, le llamaron bastardo, blasfemo, desnaturalizado, disolvente, pernicioso mientras propagaron la especie que vivía como un rey, era hermafrodita y homosexual, misógino, anarquista, terrorista e impotente.

Lo cierto es que fue un formidable defensor de la libertad con la palabra escrita. Nadie como él, quizás con la excepción del granadino Isaac Muñoz [1881-1925] cuyo exotismo, perversidad y lujuria de estilo le es equiparable, hizo que las ideas y las maneras de ver el mundo de artistas y pensadores laicos como Nietzsche y D´Annunzio ascendieran hasta las voluntades de millares de intelectuales campesinos, jornaleros, analfabetos, desposeídos y desocupados que aspiraban a ser tan libres como Jorge Amado, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, José Vasconcelos, Francisco Umbral, Ramón Gómez de la Serna, Gabriel García Márquez, José Donoso, Jorge Zalamea o Ramón del Valle Inclán, ese puñado de sus admiradores, que reconocieron que sin él y sin su prosa, no habrían existido.

Una prosa lírica cuya eficacia no hay que buscar entre las sábanas, sino en su fluir subversivo contra lo establecido, los discursos oficiales hegemónicos cuyos designios nacionales se sustentan en nociones como la familia burguesa, las tutelas morales de las iglesias y la centralización de los poderes que explotan, excluyen y reprimen el cuerpo social y el individuo. Por eso Vargas Vila violenta la ortografía, la sintaxis y la prosodia del español de Caro y Cuervo, abundando en adjetivos, modificando el uso de mayúsculas, minúsculas, la puntuación, salpimentando con hipérboles, galicismos, neologismos y metáforas sinestésicas sus extensas ráfagas de fuego y hielo, citando al por mayor del latín y el griego, cuando no del italiano, francés e inglés, lenguas que quizás no bien conocía.

Que 153 años después de haber nacido se publique una novela que indaga en los apuros de su alma en lucha contra los día a día de su tiempo, demuestra su vigencia. La semilla de la ira, de Consuelo Triviño, con un preciosismo que perpetúa la prosa en primera persona de José Fernández, el alter ego de José Asunción Silva, en De Sobremesa, repasa los tormentos de la conciencia de El divino iracundo en varias de sus residencias en la tierra, ofreciéndonos un retrato de su alma que no había imaginado la crítica hasta hoy. La de un esteta consumado que hace de la búsqueda de la libertad un instrumento para alcanzar eternidad con el arte de las palabras, la más grande y destructora arma que ha inventado el hombre. Una verdadera novela de época, deliciosa en su ritmo lento y circular; una obra de arte que no se había publicado desde la aparición, y desconocimiento, de Sin remedio, la extensa y agitada búsqueda de sentido de la vida de un desdichado poeta bogotano, Ignacio Escobar, cuyo biógrafo no es otro que un vargasvila aristocrático y pendenciero, aficionado a la tauromaquia y la neurastenia llamado Antonio Caballero.

En una época como la nuestra, sometida a los va y vienes del pensamiento univoco que anuncia una globalización totalitaria cuyos dioses terminaran siendo las grandes empresas de un capitalismo sin rostro ni propósitos, doblegada por la corrupción, el lucro, el trapicheo y la discriminación; donde nada ni nadie parece ya importar, sólo el dinero y su plaza de mercado, el panfleto parece el instrumento más idóneo para despertar al hombre del letargo. Cada día, quienes orientan el mundo están más coléricos, más mordaces, mas emponzoñados contra los establecimientos y las ambiciones de los poderosos. Cada día el arte y las literaturas, la música y el cine, eligen la postura de un alma como la de Vargas Vila en la novela de la señorita Triviño: un gran silencio para gritar más fuerte contra los enemigos de la libertad.

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