Cuando don Gabriel Rodríguez se desembarcó en Bogotá, en la década de los años 60, huyendo de violencia entre liberales y conservadores que arreciaba en su natal Barbosa, Santander, ya tenía en la mente en qué iba a invertir el dinero que traía: en un hotel de paso.
Paisanos suyos que años atrás habían llegado a la fría capital estaban montados en el negocio. Bogotá, ya con unos 500 mil habitantes, era el lugar al que llegaban todos los foráneos que pensaban en progreso. Era la ciudad donde se podía estudiar y encontrar mejores oportunidades que las que había en sus tierras. También fue el lugar al que llegaron miles de campesinos agobiados, como él, con la guerra civil que se vivía en los campos.
El centro de la ciudad era el mejor punto de partida para comprar una propiedad y convertirla en hotel de paso, que para la época llamaban residencias. Don Gabriel negoció una casona en la calle 7 con carrera 10 y allí levantó su primera residencia.
La casa, como todas las construcciones de la época, tenía muchas habitaciones, pero un solo baño, que, bajo algunas reglas estrictas, como el tiempo de permanencia en la ducha, tenía que ser compartido por los huéspedes. Tener televisión, aparatos que habían llegado al país pocos años atrás –en 1954—era un lujo con el que no contaban las piezas.
Bogotá se llenó de forasteros y de hoteles de tránsito baratos que se convirtieron en el hogar de algunos mientras sus condiciones económicas les permitían mejorar sus condiciones de vivienda. Don Gabriel y un grupo de familiares y amigos santandereanos que empezaron a llegar a la ciudad levantaron residencias en otras partes de la ciudad.
El barrio Santa Fe, que hoy es conocido como la zona de tolerancia, fue otro de los lugares clásicos de residencias bogotanas que hicieron famoso el sector como zona hotelera del centro de la ciudad.
En poco tiempo el negocio se fue mutando. Llegó el momento en que fue demasiado evidente que algunos capitalinos usaban aquellos lugares por un par de horas para encuentros sexuales. Los hoteleros se dieron cuenta que rentar por horas era un negocio más rentable y le apostaron al cambio de concepto.
Don Gabriel y sus colegas, casi todos de origen santandereano, vieron en el sexo ocasional una gran oportunidad. La idea se fue popularizando entre los habitantes de Bogotá.
Los servicios que ofrecían las residencias fueron mejorando. Las habitaciones empezaron a tener comodidades como baño privado y algunas, las más costosas, contaban con su televisor a blanco y negro.
Universitarios fogosos, parejas de novios sin un lugar propicio para sus amoríos y amantes furtivos eran y siguen siendo los principales clientes del popular negocio que trajo consigo buenos dividendos. Ese fue el inicio de las residencias en Bogotá.
El negocio fue tan próspero que, al mismo ritmo de la expansión de Bogotá, varios sectores se llenaron de residencias. Pero seguían siendo edificios básicos con habitaciones básicas que no tenían otra función que dar espacios y horas para tener sexo.
Las residencias llenaron cuadras y manzanas enteras de El Restrepo, Venecia y Carvajal en el sur de Bogotá. El negocio también se incrustó en el centro-occidente, en los barrios Las Ferias, Fontibón, El 7 de agosto y Álamos, –conocido este último como el ‘triángulo de las bermudas bogotano—. La zona motelera de Chapinero, por lo central, es una de las más reconocidas en la ciudad.
Los hijos y nietos de don Gabriel siguieron con el negocio. Los familiares de sus socios y paisanos que también se montaron en el arriendo por horas para el sexo hicieron lo propio. La mayoría de dueños de residencias son de sangre santandereana. Fue una colonia que en su momento se apoderó del negocio hotelero en Bogotá.
Manuel y Hernán Méndez son primos y nietos de don Gabriel Rodríguez. Son dueños de varios moteles de Bogotá, puestos en diferentes partes de la ciudad. Ambos crecieron entre los moteles y residencias de sus abuelos, papás y tíos así heredaron el negocio.
La última generación cambió el concepto de residencias a moteles. Dejaron atrás las piezas diminutas ubicadas a lado y lado de un pasillo. La liberación sexual de los clientes obligó a remodelar el concepto. En el trabajo para atrapar amantes lujuriosos entraron a jugar una televisión grande y un equipo de sonido, agua caliente, sillas para jugar y espacios más cómodos.
Aun cuando no han dejado de ser lugares tabúes a los que se ingresa con la cabeza gacha y con algo de vergüenza, los moteles de hoy, 70 años después de que el negocio iniciara, buscan que sus clientes los elijan por suntuosidad y servicios que poco a poco van incluyendo, y que, dependiendo en gran medida de la necesidad, los caprichos y las locuras sexuales de los clientes.