Me quedé muy preocupado con la forma en que se entendió la extracción de la estatua de Sebastián de Belalcázar en la ciudad de Popayán. Me inquieta porque, como es de costumbre en Colombia, todo se comprende mal. La respuesta del alcalde Juan Carlos López fue, sin duda alguna, una de las reacciones que más me intranquilizó. El mandatario de la ciudad blanca dijo en público y frente a diferentes medios de comunicación que su compromiso primordial era restaurar la estatua del conquistador español y ponerla de regreso “en su pedestal”, ya que a este infame personaje, según él, hay que devolverle su estatus de divinidad porque “hace parte de nuestra historia”.
Ahora bien, justamente ayer, cuando hablaba por teléfono con mi banco, la representante me preguntó cuál era mi país de origen para verificar mi identidad y yo le respondí que había nacido en Colombia. Tras escuchar, hizo una corta pausa y me dijo: ¿ese no es el país donde últimamente matan y desaparecen jóvenes por montones y de donde viene ese señor Pablo Escobar? Yo le contesté que, lastimosamente, sí: ese es mi país. Usualmente, este tipo de comentarios me sacan de quicio, pero después de analizar la situación un poco mejor, entendí cuál era el problema verdaderamente: todavía, después de dos siglos de república, tenemos una crisis de identidad muy profunda, más precisamente en la forma en que entendemos nuestra sociedad, nuestra historia y nuestra cultura. Si nosotros mismos no sabemos quiénes somos, muchos menos una representante de un banco canadiense lo va a hacer.
Todavía pensamos que la historia de la colonización de la corona española en territorio americano hace parte de nuestro legado. Al parecer, patéticamente, creemos que esa relato de blancos ibéricos que llegaron montados a caballo con armaduras brillantes hace parte de nuestra identidad. Esa es la crisis de identidad en Colombia a la que me refiero: aún no nos hemos dado cuenta de que este es un país con su propia historia, con su propia gente y con su propia cultura. De alguna forma necesitamos incluir a los europeos en nuestra narrativa histórica para no sentirnos muy diferentes y para no sentirnos muy ridículos.
Me niego a pensar que esa historia de blancos españoles que llegaron a este continente a arrasar con infinidad de comunidades indígenas, que trajeron consigo la crueldad de la esclavitud de negros africanos y que importaron esa forma macabra de entender el uso de la tierra y de los recursos naturales en nombre de los buenos valores y de la corona española sea de alguna manera parte de nuestro relato. Me cuesta mucha dificultad considerar que personajes europeos como Sebastián de Belalcázar sean parte de nuestra historia, ya que me hace suponer que de alguna forma tenemos algún compromiso con preservar la historia europea en Colombia para sentirnos más civilizados. Así mismo, me hace figurar también que nos creemos algo que la inmensa mayoría en Latinoamérica no somos, blancos europeos, y que nos apenamos de ser indígenas. Hay que decirlo con franqueza, yo creo que eso nos avergüenza: nos apena nuestra identidad indígena. Queremos ocultar, a costa de lo que nos cueste, la verdadera historia de este continente. No por nada en nuestro confundido país se usa la palabra indio como insulto.
Al Ministerio de Cultura, por ejemplo, le importa más la restauración de una estatua de un conquistador español que no nació aquí, que no se crio aquí y que miró nuestra gente y nuestra tierra como un botín de guerra para el imperio, que intervenir estos símbolos que pisotean la memoria histórica de las comunidades indígenas que, contrario a este español, sí son colombianas. ¡Que alguien me diga por favor cómo es esto coherente! Para el Ministerio de Cultura es más importante preservar la historia del imperio español en Colombia que injerir eficazmente en el manejo de estos símbolos que humillan a nuestras comunidades indígenas colombianas.
Que esto sea entonces un llamado de atención para pensar y repensar quiénes somos. Para que empezamos a mirar cual es la historia que vale la pena mantener, cuidar y preservar. Para nadie es un secreto que una gran parte del pensamiento indígena no se ajusta con muchos de los elementos que hacen parte de nuestra sociedad y de nuestra forma de gobierno occidental, pero es ahí donde tenemos que enfocar nuestros esfuerzos para así construir una historia y un futuro colectivo. Tenemos, de alguna forma u otra, que empezar a reconocer quienes somos y, especialmente, quienes no somos. Si queremos borrar esa imagen de narcos, de corrupción y de violencia que tenemos en el mundo, tenemos que, nosotros mismos, empezar a construir una historia colectiva, un discurso y una narrativa propia, auténtica, muy nuestra. Quizás, en algún momento dado de la historia, bajen de su pedestal a Sebastián de Belalcázar en la ciudad de Cali y, en su reemplazo, pongan la estatua de algún caleño o de algún vallecaucano virtuoso. También podríamos, en ese hermoso espacio en las montañas de la capital vallecaucana, hacer un monumento abstracto a los caleños: a esa ciudad que, a pesar del narcotráfico, de la corrupción, de la violencia y de la pobreza, sigue caminando.