Lo que vivimos los colombianos por estos días es la agudización de la intensa lucha entre el pasado de arbitrariedad y violencia que se niega a perecer y los nuevos tiempos de democratización y justicia que se abren paso en medio de hostilidades. Las fuerzas del ayer se empeñan como lo hicieron siempre, en atribuir de manera exclusiva las circunstancias cambiantes a la conspiración destructiva de las fuerzas impías derivadas del mal.
Las voces que reclaman transformaciones en la Policía son manifestaciones parciales de un clamor creciente por cambios profundos en la sociedad colombiana. De igual modo quienes insisten en la defensa a ultranza de instituciones tan polémicas como la fuerza pública, esconden tras sus expresiones solidarias, su interés por la conservación de un estado de cosas que les ha significado el poder y el enriquecimiento personal.
Son dos Colombias enfrentadas y de la resolución de esa contradicción depende el futuro de las nuevas generaciones. En la madrugada del 9 de septiembre, el ruego de por favor no más, ya no más, por favor, que con la paciencia de un santo repitió Javier Ordóñez ante los policías que lo torturaban, no solo fue ignorado por sus abusadores, sino que fue castigado a patadas y garrote cuando lo llevaron al CAI.
En la mente de sus salvajes agresores armados con la convicción de que nadie puede oponerse a su voluntad, primaba la necesidad de hacerse respetar como fuera. Ellos significaban la autoridad derivada de la Constitución y la ley, mientras que la presa entre sus manos era tan solo un cretino que en varias oportunidades se había permitido recordarles, que el Código de Policía no los facultaba para hacer lo que se les viniera en gana.
Sin darnos cuenta la pandemia terminó por convertir la Policía en una peste más peligrosa que el coronavirus. De pronto se nos prohibió salir a las calles, trabajar para sostener nuestras familias, pasear nuestros ancianos o niños por el parque. Tomarse una cerveza con los amigos, celebrar una fiesta o entrar con una novia a tener sexo en un lugar privado resultaron hechos criminales publicables en noticieros de televisión.
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Sin darnos cuenta la pandemia terminó por convertir la Policía en una peste más peligrosa que el coronavirus
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El enemigo inmediato de las autoridades fue el ciudadano común y corriente constreñido a observar cuarentenas estrictas. La Policía se sintió responsable de salvar al mundo, a costa de observarse implacable con los violadores de la ley. El poder presidencial no tuvo barreras, valido de decretos de emergencia sanitaria que en su parecer le permitían, como al policía de la calle, controlar lo que quisiera a su antojo.
Recién nos anunciaron que el aislamiento general llegaba a su fin y que sería remplazado por otro selectivo. Únicamente los contagiados seguirían prisioneros en sus casas. Sin embargo un incomprensible enredo de prohibiciones nacionales y locales decretado a chorros nos dejó en el limbo. Nadie sabe con exactitud qué está bien y qué está mal. Presidente y policías parecen ser la última palabra.
Javier Ordóñez no creyó ilegal salir a buscar unas cervezas a la medianoche. Lo cierto fue que encontró una muerte inesperada a manos de policías poseídos por la rabia exacerbada que les inoculó el actual gobierno. La reacción espontánea de la Colombia indignada ante semejante brutalidad, se encontró de buenas a primeras con la criminal reacción policial que mató a más de una decena de ciudadanos e hirió a tiros a casi un centenar.
En marzo 23 prisioneros de la Modelo fueron asesinados y 83 más heridos por la guardia. Si alguien ha decretado una guerra a muerte contra la población colombiana es este gobierno. No requerimos de orden alguna para emplear nuestras armas de fuego contra la ciudadanía, bufan los mandos de la Policía. Ridículo papel hace el presidente y su ministro de Defensa al achacar a las descompuestas guerrillas del ELN y las disidencias de Farc lo sucedido.
En más de medio siglo de conflicto armado ningún movimiento insurgente fue capaz de atacar e incendiar decenas de puestos policiales en la capital de la república y el resto del país. Ni siquiera las Farc en sus mejores tiempos. Lo sucedido es apenas aplicación de un principio revolucionario clásico, cuando los pueblos deciden levantarse su fuerza resulta incontenible. Lo que se vio es apenas un destello de eso. Como el día del florero.
No hay culpables distintos a ellos mismos, por su ceguera, arbitrariedad e indolencia. Esto no se arregla expulsando los venezolanos hambrientos que trajeron aquí para desprestigiar a Maduro, sino aplicando a fondo los Acuerdos de La Habana que tanto anhelan destruir. En ellos se cubrió de garantías a la protesta social, se crearon garantías para la vida y el ejercicio político de oposición. En ellos figura todo eso que reclama la gente.
Lo importante no es sacar a Uribe de su prisión domiciliaria, sino poner en libertad efectiva a Colombia. Adelante.