Como era de esperarse, el presidente Duque no acudió a la cita del perdón y la reconciliación con un país indignado y adolorido. Prefirió quedarse en su cómoda y dorada jaula de cristal. Allí puede refugiarse en la intimidad de su camarín y recibir el abrazo cálido de sus amigos de la Sergio que alternan su trabajo de negacionistas de la realidad con la diligente prestancia para hacerle los oscuros mandados al señor del Ubérrimo. Obligado como está a representar un papel para el cual no está preparado se siente más seguro detrás de cámaras, donde sus maquilladores pueden disimular mejor su ineptitud. De esta manera puede alternar sus cotidianas salidas a escena, donde cegado por las luces de su vanidad y arrogancia no ve la pobreza, el desastre y el incendio en que ha dejado sumido el país en sus dos años como aprendiz de mandatario.
El balance de la semana pasada es el más triste y tenebroso de los últimos 25 años en la historia del país: 14 jóvenes perdieron la vida en Bogotá, 72 personas fueron heridas a bala y cientos de ciudadanos resultaron víctimas de los atropellos de la policía. Todo esto sucedió en escasas 48 horas ante la mirada indiferente del gobierno nacional.
La alcaldesa de Bogotá Claudia López declaró con lágrimas en los ojos que lLo sucedido es una auténtica masacre de los jóvenes de nuestra ciudad”. Y añadió que esto “es lo más grave que nos ha pasado en Bogotá desde la toma del Palacio de Justicia”. Por eso, acudió indignada al Palacio de Nariño a invocar la solidaridad del gobierno del presidente Duque e invitarlo a un acto de reconciliación y perdón con las víctimas de los abusos policiales. Pero se chocó con la arrogancia de un presidente indolente ante los clamores del pueblo, pero dócil con los poderosos y los trinos del Ubérrimo.
Tal vez no exista en español una palabra que permita expresar una situación tan siniestra como la que estamos viviendo en Colombia, pero sí una en alemán: unsicherheit. De acuerdo con el recientemente fallecido sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, esta reúne tres conceptos de la ciencia política contemporánea: “incertidumbre”, “inseguridad” y “desprotección”.
La incertidumbre de un régimen político que en dos años de desgobierno se ha dedicado a torpedear el acuerdo de paz, recrudeciendo el clima de violencia, la inseguridad en los territorios rurales y el atropello de los derechos humanos en todo el país.
De acuerdo con la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia (ACNUDH), hasta la fecha se han perpetrado 572 asesinatos de líderes sociales y defensores de los derechos humanos, y más de 53 masacres que dejan como saldo trágico 202 personas asesinadas (principalmente en los departamentos del Cauca, Nariño, Norte de Santander, Putumayo, Chocó, Córdoba y Valle del Cauca). A lo cual se suma el intento del gobierno por impedir y bloquear el trabajo de los delegados para Colombia de las Naciones Unidas y constreñir el funcionamiento de la Justicia Especial para la Paz (JEP), reduciendo su presupuesto.
En materia de inseguridad resalta el manejo errático del gobierno Duque en los 5 meses que llevamos de emergencia sanitaria provocada por el COVID-19. La pandemia puso al descubierto muchas de las miserias del sistema de salud, donde las EPS y las aseguradoras privadas concentran el manejo de los recursos de la salud y mantienen al personal de la salud en unas condiciones francamente deplorables.
Así mismo, la crisis económica provocada por la cuarentena y la parálisis de las principales actividades económicas no ha sido atendida con la urgencia y la prioridad que requiere. El gobierno nacional se ha negado a acoger la propuesta de otorgar una Renta Básica Universal para paliar el efecto del desempleo de hoy afecta a más de 4, 9 millones de colombianos, como lo han hecho otros países. Por el contrario, le ha otorgado al sector financiero recursos hasta por 3,6 billones de pesos y, recientemente, intentó hacerle un préstamo por U$ 370 millones a Avianca, una empresa de inversionistas extranjeros que tiene asiento en los paraísos fiscales, no paga impuestos en Colombia y goza del monopolio de las principales rutas aéreas del país.
Igualmente, los recientes acontecimientos son una demostración del nivel de “desprotección” en el que nos hallamos. Las autoridades de policía cuya función constitucional es ofrecer protección a la ciudadanía, voltean sus armas para agredir, maltratar y hasta asesinar a los inermes ciudadanos.
Las lágrimas de la alcaldesa de Bogotá son mensajes de impotencia y rabia a la vez. Impotencia al ver cómo la policía se le salió de madre y le hizo pistola a su llamado a no usar pistolas. Rabia con el desplante del presidente Duque que deja vacía la silla de perdón y la reconciliación.
El presidente Duque no ha dado muestras de respeto a la constitución ni a la independencia de poderes. Sus declaraciones en favor del detenido y subjudice expresidente Uribe son una demostración de que el aprendiz ha tomado muy bien la lección de su “maestro”. Simplemente arrancó la página del libro de Robert Michels donde describe su famosa “ley de hierro de la oligarquía” para repetir los abusos de poder de su mentor político
El presidente Iván Duque, aprovechando las facultades extraordinarias otorgadas por el legislativo para el manejo de la emergencia del COVID-19, ha concentrado aún más el poder. Fruto de ello ha expedido más de 164 decretos con fuerza de ley durante la emergencia, de los cuales solo 11 se relacionan directamente con la emergencia sanitaria. La mayoría de ellos se refieren a reformas que no habían tenido acogida en el parlamento, tales como: la reforma laboral que le da vía libre a la total desregulación y la pérdida de la protección del trabajador; la autorización a los grandes proyectos de minería-extractiva en detrimento de las comunidades y del medio ambiente; el uso del fracking en la explotación petrolera; la venta de activos de Ecopetrol; el retorno de las fumigaciones aéreas, entre otros.
Esta tendencia a la concentración excesiva de poder es la puerta de entrada a la dictadura civil y a la profundización de los abusos y la arbitrariedad. Cuando la esfera de lo público se va opacando, como consecuencia de la pérdida de legitimidad de las instituciones y el desprestigio de los partidos políticos, solo queda como recurso la fuerza bruta.
Por esto vemos cómo los trinos del expresidente Álvaro Uribe, desde su finca-prisión domiciliaria, se tornan cada día más oscuros y siniestros. Los llamados constantes a la militarización del país y a la declaratoria del estado de excepción son una expresión de la nueva necropolítica. Como dijera Hannah Arendt, para entronizar el discurso de la necropolítica se requiere “volver banales a los seres humanos”, porque de esa forma se les despoja de su naturaleza humana y puede criminalizar al adversario mediante expresiones tales como: “vándalos”, “jóvenes-far”, “incitadores”, “terroristas”, “bandidos”.
De esta manera, el totalitarismo apunta a la aniquilación de la subjetividad, de las capacidades de autodeterminación y de la esfera de público para hacer trizas los espacios democráticos que aún nos quedan. Porque, en la medida que no hay ya individuos, desaparece la necesidad del diálogo. No hay nada de qué hablar. Los poderes absolutos ya no tienen necesidad alguna de argumentar o de convencer a nadie sus acciones. Basta con la presencia de los símbolos de su poder, como se lo expresara el policía de la moto: “pa'que vea, estudie y no puede hacer lo que yo te hago a ti”.
Pero en medio de esta oscuridad que nos quiere imponer el totalitarismo surge una chispa que incendia la pradera y permite llenar de luz el horizonte. Esa chispa no es solo el estallido momentáneo de luces y destellos que luego se desvanecen en el aire. Se trata de una energía distinta, renovadora y creativa que fue capaz de transformar un CAI en una biblioteca pública. ¡Demostrando que lo imposible es posible!
Allí está el cimiento de algo nuevo, de ese espíritu lúdico y creativo que es capaz de transformar un cuartel en una biblioteca, un panóptico en un centro cultural.