Durante las horas posteriores a la muerte del abogado Javier Ordóñez, brutalmente golpeado por agentes de la Policía la noche del 9 de septiembre en la ciudad de Bogotá, cientos de manifestantes se movilizaron en las calles como señal de protesta. Era lógico que existiera ofuscación por parte de la comunidad, dado el largo historial de violación a los derechos humanos por parte de las fuerzas del Estado, a menudo, como medida regresiva que afecta el legítimo derecho a la protesta por parte de la ciudadanía.
La sociedad colombiana desde el pasado 21N ha salido a las calles como señal de presión para lograr cambios relacionados con la corrupción estatal, la desprotección, falta de acceso al empleo, la educación y el avance de políticas autoritarias. Exhortando por medio de las redes sociales a miles o cientos de miles de personas a marchar y elevar su voz en el escenario público. Esta agitación social no es exclusiva de países como Colombia, hay fuertes tensiones incluso en naciones desarrolladas. Pero en regiones como esta los constantes abusos, la exclusión y desigualdad, desafortunadamente, desbordan cuando ocurren hechos como el que terminó con la vida del abogado Ordóñez.
El uso excesivo de fuerza que termina en muertes o lesiones, el trato discriminatorio, la criminalización de los estudiantes, líderes sociales y el desconocimiento de derechos consagrados en la constitución no son nuevos en el país, por el contrario, se han convertido en una amenaza común para la ciudadanía. Algunos estudios documentan el uso ilegal de la fuerza por parte de la policía y el ejército, que ha dejado como saldo miles de desplazados, heridos y muertos.
La brutalidad policial contra los manifestantes posterior a la muerte de Ordóñez, donde se relata el uso indiscriminado de las armas de dotación, golpizas violentas, y violaciones, dio lugar a cuando menos trece jóvenes asesinados, algunos de los cuales ni siquiera hacían parte de los manifestantes. Hay evidencia en redes sociales del accionar de la policía que disparó contra la multitud dejando decenas de ciudadanos muertos y heridos.
Casos como la muerte de Ordóñez o de Dilan Cruz en las protestas del pasado 21N, ilustran, el uso letal de la fuerza como respuesta a las manifestaciones que buscan expresar demandas sociales. El Estado colombiano parece no estar dispuesto o no tener la capacidad de llevar adelante investigaciones idóneas para castigar a los responsables, por el contrario, señala a los manifestantes por sus acciones, o criminaliza a los líderes sociales y referentes comunitarios que las promueven.
El sistema penal no solo es incapaz de responder a las acciones ilegales cometidas por las fuerzas estatales, sino que termina siendo usado como fuerza represiva hacia los manifestantes. ¿Cuál es el impacto que esto tiene sobre los movimientos sociales de protesta actuales y futuros?
Incluso algunos partidos políticos afines al gobierno plantean regular el ejercicio del derecho a la protesta obstaculizando la defensa de derechos esenciales y fomentando la discriminación de la población más vulnerable.
Por otra parte, algunos periodistas y medios de comunicación alineados con el discurso estatal transmiten imágenes sesgadas de la violencia que desborda en las calles y minimizan el actuar policial, sojuzgando y simplificando la protesta de los manifestantes bajo el discurso del vandalismo, desconociendo las causas sociales que lo motivan.
Finalmente, la supresión violenta de la protesta social puede generar dos efectos: lograr apaciguar la efervescencia social a través del miedo o, por el contrario, que la represión extrema y continua de la libertad de expresión genere un tsunami por parte de la comunidad y el reconocimiento del derecho a la protesta ante el desbocado incremento en los niveles de desempleo, persecución social, violencia estatal y corrupción política; en un momento en que el mundo entero experimenta una ola de manifestaciones y protestas sociales contenida únicamente por el COVID-19.