No hay duda de que los argumentos expuestos por el gobierno y por algunas personalidades para sustentar que se le entreguen a Avianca 370 millones de dólares de dineros públicos en calidad de préstamo, son fuertes y hay que mirarlos con especial cuidado.
A las exposiciones del presidente Duque y del Ministerio de Hacienda se fueron sumando opiniones autorizadas de prestigiosos economistas como José Antonio Ocampo y Mauricio Cabrera y de reconocidos columnistas como Mauricio Vargas y José Manuel Acevedo, entre otros.
Y no es para menos. El tema preocupa extraordinariamente por sus repercusiones económicas y sociales y por la cuantía enorme que significan los 370 millones de dólares, especialmente en momentos en que las arcas no dan abasto para atender a las solicitudes de apoyos financieros urgentes de miles de empresarios medianos y pequeños que claman auxilio.
Argumentos como que Avianca emplea de manera directa a más de 20.000 personas, que casi 800.000 empleados más de sectores como el turismo, el entretenimiento y el comercio dependen en buena medida de su operación, que crea ingresos laborales por 4.000 millones de dólares y recauda impuestos por 1.400 millones de dólares adicionales, en fin, se han esgrimidos múltiples y muy fuertes argumentos para respaldar la decisión del gobierno. No obstante, de entre todos los razonamientos esgrimidos a los que les he hecho un seguimiento riguroso, hubo uno, particularmente una frase, que me pareció que los condensa a todos con una claridad suprema.
El Dr. José Antonio Ocampo, tal vez nuestro economista más connotado en los escenarios internacionales, un hombre cuyo talento y cuya rectitud han sido probados en las más altas responsabilidades públicas, concluyó con una frase que lo dice todo: “Colombia no podría operar sin Avianca”.
Por venir de la autoridad de quien proviene y también en aras de la discusión, me parece que vale la pena creerle: “Colombia no podría operar sin Avianca”.
Lo que resulta, entonces, insostenible, es creer que un problema de tales dimensiones pueda resolverse girándole a una compañía un crédito de 370 millones de dólares a un plazo de 18 meses, peor aún, sacados de un fondo para emergencias en un país que atraviesa por la más severa emergencia económica del último siglo.
Lo que, palabras más palabras menos, podemos concluir de lo que afirma Ocampo es que Avianca ejerce un gravísimo monopolio en el transporte aéreo, uno de los sectores más estratégicos para la economía.
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Independientemente de que haya otros operadores aéreos, lo cierto es que “Colombia no podría operar sin Avianca”, es decir que, en términos reales, actúa como un verdadero monopolio
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Es que independientemente de que haya otros operadores aéreos para el transporte de pasajeros y de carga, lo cierto es que “Colombia no podría operar sin Avianca”, es decir que, en términos reales, actúa como un verdadero monopolio.
Habida cuenta de esta nueva y real perspectiva del problema resulta imprescindible recategorizar la discusión y darle una nueva jerarquía en tanto problema de Estado, de economía y de sociedad.
Son tan fuertes los síntomas del monopolio de Avianca que uno nota en la discusión que acudimos indistintamente al nombre Avianca para referirnos al sistema de transporte aéreo nacional; pareciera que el sistema de transporte aéreo de Colombia y Avianca son una misma cosa. Y la verdad no es así o, por lo menos, no debería ser así.
En principio y por principios, todas las democracias del mundo coincidimos en el carácter nefasto de los monopolios para nuestras economías y todos coincidimos en son aún más nefastos cuando se apoderan de sectores cruciales para la vida social.
Entre los muchos males que traen consigo los monopolios hay dos amenazas que siempre acechan con consecuencias, repito, nefastas. Por un lado está que terminan manipulando los precios a su antojo al amparo de su posición dominante y de la codicia de sus intereses y, por el otro lado, que dichos monopolios pueden caer, por distintas causas, en quiebras que terminan desestabilizando las economías, mucho más allá de sus propias fronteras empresariales.
Este último es el caso puntual que nos atañe en estos momentos con Avianca.
El viernes pasado, a propósito de una Acción Popular el Tribunal de Cundinamarca aceptó la medida cautelar con que se frena el desembolso de esos dineros públicos. Independientemente de las controversias que puedan derivar de la naturaleza de la medida, resulta más pertinente salvar la discusión de las fauces de los ideologismos y las polarizaciones que degradan nuestro debate público y que no nos permiten escalar en reflexiones que nos abran verdaderos caminos de solución. Bien vale la pena aprovechar este timing para replantear el problema y para buscarle alternativas más discernidas y, ojalá, más consensuadas.
Desde los griegos para acá está claro que intentar plantearse buenas preguntas constituye un buen aporte en la búsqueda de caminos. Intentemos plantearnos algunas:
¿El interés de fondo que debe orientarnos radica en salvar el sistema de transporte aéreo de Colombia o en salvar a Avianca de la quiebra?
¿Si, eventualmente, salvar el sistema de transporte aéreo de Colombia pasa por salvar a Avianca de la quiebra, debemos salvarla para beneficio de sus dueños privados o deberíamos salvarla en cabeza y propiedad de la nación?
¿Creemos que tiene sentido, en este orden de ideas, que hayamos llegado al absurdo de que la decisión de lo que haya qué hacer respecto del sistema de transporte aéreo y de la economía colombiana pase por la determinación de un juez de quiebras de Estados Unidos?
Ante la preocupación de que, por experiencia, el Estado es mal administrador de empresas, ¿ante la quiebra de Avianca provocada por sus dueños particulares, no sería procedente correr el riesgo de salvarla en manos públicas y después reprivatizarla, democráticamente, entre colombianos, para que vuelva el transporte aéreo a ser de Colombia verdaderamente?
¿Por qué no explorar un camino de asociación público-privada (APP), con las otras empresas que operan en Colombia, y rediseñar el sistema teniendo en consideración aspectos tan fundamentales como la soberanía y la seguridad económica?
Lo cierto es que, aunque tenemos urgencia, estamos a tiempo de hacer las cosas bien.
Por lo pronto, los protagonistas del tema que finalmente tendrán en sus manos las decisiones deben saber que, cuando menos, deben inspirarse y partir del mandato de la Constitución consagrado en el artículo 336:
“Ningún monopolio podrá establecerse sino como arbitrio rentístico, con una finalidad de interés público o social y en virtud de la ley...”
Ojo, señoras y señores, aquí, además de deberes morales y económicos, también hay deberes constitucionales.
Lo que a todas luces resulta un esperpento moral, político y económico es terminar salvando con dineros públicos un monopolio privado que tarde o temprano terminará en contravía de los intereses de Colombia.