En este occidentalismo materialista cuesta más un tapabocas que un empleado, ya que mientras el primero se usa de manera obligada, al segundo le terminan contrato por pandemia. Francisco, máximo líder del catolicismo, llama a esto sociedad del descarte, donde las formas de vida son e importan únicamente desde la perspectiva del mercantilismo y la producción.
Yo quisiera referirme a la cultura del cubrebocas como una manera de metaforizar el ensimismamiento del ser humano que, ocupado en la supervivencia, se hace insensible en relación a los ancianos, los niños, los desempleados, los pobres y las personas con enfermedades que afectan su funcionalidad completa. Es una forma de justificar los medios malsanos desde los fines, y aunque no es una novedad porque en la historia se han presentado estos casos, la búsqueda de abundancia económica está haciendo que se marginen miles de personas en el planeta. Si no lo crees puedes revisar la paga miserable que recibe un niño en el Congo obligado a trabajar en minas de coltán para la industria de aparatos electrónicos. Curioso es que luego te quejas del capitalismo, pero cambias cada año de celular.
Hay una hipocresía moral en condenar fenómenos deplorables como la trata de personas, el tráfico de drogas o armas, mientras la explotación infantil se encubre en nuestro país con delitos como el grooming o se victimiza a mujeres que por su condición son abusadas sexualmente, ejemplo, muchas ciudadanas venezolanas que hoy residen en Colombia. Lo que se intenta reflexionar es que somos participes de ese descarte que se da tan insensible como cuando se tira el tapabocas a la basura para estrenar uno nuevo. Si no es así, pregunto ¿cómo ven que los pobres no sean escuchados en sus ruegos de necesidad, o que se hagan campañas para que no nazcan los que están en el vientre? Claro que es una hipocresía que existe mientras rezamos el discurso de los derechos humanos y consumimos con una complicidad desenfrenada.
Cuando lo que descartamos son personas, nos convertimos en una ciudadanía injusta y deplorable, así lo cuentan abuelos asilados en contra de su voluntad en hogares de beneficencia, donde incluso pueden llegar a ser también maltratados. A esto hay que sumarle los jóvenes masacrados sistemáticamente, los asesinatos de líderes sociales y el sufrimiento de la gente que muere sin atención por estos días; todos ellos son rostros de una miseria producida por formas de descarte auspiciados por el sistema social. Ante esta situación penosa que refuerza las desigualdades, precisamos repensarnos para comprometernos con los demás y hacer esfuerzos por encontrarnos.
No es esta una invitación a la desobediencia sanitaria, sino a derogar la distancia humana cuyo señuelo podría llegar a ser el tapabocas. Encontrarnos es trabajar en la capacidad de dialogar, de ayudar a reconciliar, de reconocer la dignidad de las personas y contactar con aquellos que por distintos motivos están distantes y separados. Encontrarnos es apoyar un uso pertinente de la tecnología, proponer ideas educativas y laborales de ayuda a personas que se encuentran en riesgo social; es privilegiar la solidaridad y la fraternidad por encima del individualismo. Encontrarnos es hacer parte de colectivos pro vida con posibilidad de tomar decisiones que transformen el contexto inmediato y establezcan puentes para superar la segregación. Encontrarnos no es proferir una crítica argumentada sobre lo que está mal, sino acompañar esa crítica con proposiciones y acciones que, en activismo insistente y contentivo, hagan viable un mundo mejor donde podamos denunciar la violación de los derechos humanos en cualquiera de sus niveles destructivos.