Durante la Segunda Guerra Mundial, considerada en general como el episodio de los mayores actos de barbarie de que ha sido capaz el ser humano, ocurrieron hechos de los que nadie hoy en día podría sentirse orgulloso, por el contrario, son causa de vergüenza y se preferiría que esos actos nunca hubiesen ocurrido… o, peor aún, que nunca se hubieren conocido. El director Giulio Ricciarelli, en una cinta del año 2014, denominada La conspiración del silencio, mostró cómo durante los veinte años posteriores a la finalización del episodio bélico europeo en su segunda versión los alemanes intentaron ocultar el holocausto y Auschwitz, preferían no hablar de aquello, tal vez bajo la idea de que al no referirse sobre el tema este desaparecería de la historia como si no hubiese ocurrido. Los alemanes preferían no mirar atrás y desentenderse así de los tristes, vergonzosos y más aún, dolorosos hechos que ocurrieron en su territorio gracias a una opción política equivocada que eligieron por medios democráticos. Prefirieron ocultar su error.
El comentario anterior, guardadas las proporciones, se hace más doloroso en nuestra Colombia actual. El pueblo alemán prefirió no mirar al pasado y dejar siempre la duda ante la humanidad, de si sabían lo que ocurría en los campos de concentración; en nuestra Colombia del 2020, preferimos no mirar al presente, somos conscientes de lo que está ocurriendo y aun así, preferimos guardar silencio, un silencio cómplice de la tragedia que nos acecha día tras día.
Al momento de escribir estas líneas, finalizamos la semana 35 del año y nos aprestamos a iniciar la semana 36; durante este tiempo se registran ya más de 37 masacres (u homicidios colectivos, según el neoeufemismos empleado por el gobierno) y aún faltan por documentarse otras tantas; es decir, registramos un triste record de algo más de una masacre semanal, incluyendo la última registrada en el municipio de Andes en el departamento de Antioquia, cifras más que suficientes para que cualquier nación civilizada hubiese alzado la voz clamando parar estos actos de barbarie, clamando no derramar más sangre, clamando parar una guerra fratricida que a todos nos cansa pero a nadie le importa.
El campo y sus pequeñas poblaciones se bañan en sangre, mientras en las ciudades, desde la comodidad de nuestros privilegios, pareciera no importarnos; es otra Colombia. No podemos pretextar el desconocimiento de estos hechos, tal como lo hizo el pueblo alemán, pues hoy en día la velocidad en la que circula la información y la capacidad de acceder a ella por medios digitales, nos impide acudir a la infantil excusa de “no saber”, pese a los afanes de la prensa que prefiere asumir un comportamiento complaciente con el régimen y no contar las verdades de los males que nos aquejan. Es simplemente que la violencia, las masacres, la exclusión, la barbarie, se volvieron paisaje.
No solo nos negamos mirar nuestro presente, sino que de manera cómplice guardamos silencio sobre nuestro pasado. Ese silencio es el parapeto ideal para el gobierno, pues no solo callamos nuestro presente y lo consentimos con nuestro silencio, sino que preferimos también ocultar nuestro pasado, echarlo debajo del tapete y hacer de cuenta que no ocurrió. El nombramiento de Darío Acevedo, un negacionista del conflicto, en el Centro Nacional de Memoria Histórica, un ente cuya principal función es la de hacer acopio, preservación y custodia de todo documento referente a los graves hechos ocurridos durante el conflicto armado colombiano, así lo evidencia. Y es esa actitud pasiva de los colombianos la que aprovecha el régimen para vender la idea de que estamos bien, que no vale la pena protestar, que transitamos caminos seguros hacia un destino promisorio.
Con total descaro el presidente presume en su cuenta de Twitter una presunta disminución de los homicidios colectivos (¡vaya eufemismo!), y apoya esta falaz afirmación, con un cuadro en el que muestra que durante el periodo 2010-2018 el país vivió 189 episodios de esta naturaleza, frente a 34 en lo que va corrido del 2020. Olvida sin embargo el mandatario comentar que durante el periodo 2010 al 2018 Colombia vivía una guerra feroz y violenta contra las Farc, ya hoy desmovilizadas, y actúa de mala fe, como un verdadero vendedor de humo, al pretender comparar los cientos ochenta y nueve episodios violentos en un periodo de ocho años, con las treinta y siete sucedidas en el periodo de ocho meses corridos en el presente año.
El pueblo colombiano debe expresarse, debe manifestarse frente al rumbo que actualmente lleva al país a desangrarse de manera inmisericorde. Merecemos descansar de la guerra y de la violencia, pero también de la corrupción, del desgobierno, etc., mirar un futuro promisorio para nuestra próximas generaciones, pero no será guardando silencio como lo logremos.
Marthin Luther King con gran cierto sentenciaba: “No me preocupa el grito de los violentos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”.