El auténtico dilema de los gobiernos colombianos ha sido hacer frente a problemas sociales muy complejos persistentes durante décadas. La aparición del discurso uribista en el escenario político, vino a convertirse en agravante de una brecha social creciente y de un posconflicto al que una parte de la población no se siente vinculada. La absurda división política izquierda/derecha ha significado enormes sacrificios para la población civil, desde los falsos positivos, hasta el desarrollo precario de las regiones marginadas por el estado, y una violencia presente más allá del conflicto, en zonas rurales y urbanas. El desprecio y señalamiento por parte del discurso uribista de cualquier disenso con su opinión personal y el señalamiento reiterativo de cualquier crítica a su postura ideológica, ha incrementado el recelo, temor y resentimiento de numerosos sectores de la población.
Si la violencia partidista de los 50 no ha regresado es justamente porque la sociedad colombiana se siente hastiada de las páginas trágicas de su historia. No es cierto que en el país esté intentándose imponer un modelo socialista o castrochavista, o que Uribe esté conformando las bases del neofascismo colombiano. Hay circunstancias más complejas que afectan al país y requieren de un liderazgo audaz con un mensaje de unidad y renovación: Uribe es incapaz de integrar a la sociedad colombiana y la juventud clama no solo el respeto por la vida, sino oportunidades educativas y laborales que se distancian radicalmente de un absurdo discurso nacionalista.
Uribe está traicionando su propio legado y trocando la imagen que dejó en sus años de gobierno al fomentar una división de poderes con un discurso violento e intransigente. Su experiencia de la dura realidad nacional contrario a permitirle entender un panorama integrador y global de la sociedad, agudizó sus tendencias nacionalistas, llevándole a manipular el ambiente de pesimismo y la desilusión de la comunidad, Uribe que en muchos aspectos demostró ser un político pragmático, y capaz, se rinde hoy a las exigencias de su propio discurso y a lo que considera una necesidad de mantenerse políticamente vigente.
Sin embargo, solo consigue desacreditarse a sí mismo, su reiterativa proclama de un peligro inexistente como lo es el del socialismo o el castrochavismo, lo desacredita, describiéndole como un mero oportunista obsesionado por permanecer en el poder a cualquier precio. Desatendiendo que, a pesar de los cuestionamientos en torno a su gobierno, cabe afirmar que en su momento supo reconocer lo que deseaba la sociedad colombiana: el gobierno Uribe fue, en gran parte, un intento de solventar la enorme tragedia generada por un conflicto entre ideologías extremistas, y las exigencias de una sociedad arrinconada por el poder casi ilimitado de fuerzas tradicionales y poderosas.
Pero Uribe durante los últimos años se abocó a convertir el ejercicio de la política en el arte de convencer, persuadir y manipular a la masa social; proyectar su apatía, y desinterés por informarse, por discernir la información de la ficción, haciendo de la manipulación parte imprescindible y fundamental de su quehacer político.
Uribe abandonó cualquier idea de una acción política concertada, de la libertad constitucional para formular, proponer y poner en práctica políticas diversas para problemas diversos, en particular en materia de estrategias sociales. Utilizando todos los medios a su alcance, ha promovido una serie de mitos convenientes a sus intereses particulares, entre ellos, la infundada idea de que Colombia adopte un modelo socialista. La falta de opinión crítica por parte de la ciudadanía sirve como caldo de cultivo para estas desatinadas posturas.
El discurso de Uribe genera tanto preocupaciones como burlas a nivel nacional e internacional, lo exponen como un manipulador capaz de engañar a ingenuos, pero quien no debe ser tomado en serio en una sociedad cuyos objetivos trascienden tales posturas ideológicas obsoletas.
El hombre que llegó a ser considerado el personaje más importante de las últimas décadas en Colombia corre el riesgo de convertirse en una figura solitaria y patética, un político de carnaval, un simple antagonista… alguien cuyo discurso no significa nada y para quien prima su imagen por encima del partido, la sociedad y la nación.
Cada gobernante busca dejar su huella personal, un legado posterior a su mandato, el de Uribe tambalea por su propio proceder cada vez que se abandona a sus ansias de mantenerse activo en la vida política del país. Tiende a asemejarse más de lo que quisiera a un político ordinario, al prototipo común condenado al olvido por parte de una sociedad ocupada en resolver sus propios apuros.
Uribe se excluye a sí mismo al intentar reinventarse políticamente, en lugar de, como otros, impulsar iniciativas filantrópicas, publicar libros, dar conferencias, dedicarse a la academia o labrar amistades personales fruto de su gestión en el sector público y privado.
Adoptar un perfil donde pueda exponer diferencias favorables que le mantengan con un protagonismo en asuntos nacionales e internacionales, centrarse en actividades sociales. Un camino distinto al que ha elegido y el cual desdibuja sus logros pasados. Un Uribe introspectivo y familiar, que tendrá que descubrir su capacidad creativa alejado de la primera línea política. Dedicado a sus pasiones, afrontando nuevos retos y aprendiendo más allá del desgaste que genera toda una vida política. Uribe y Colombia deben pasar página y buscar lo mejor para cada uno.