Con el asesinato de Garzón murió una parte del periodismo colombiano

Con el asesinato de Garzón murió una parte del periodismo colombiano

"Cómo le haría de bien al país que la gente no solo lo entronizara sino que intentara continuar con su causa y hacerle justicia a su legado"

Por: Elmar Darío Pautt Gutiérrez
agosto 13, 2020
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Con el asesinato de Garzón murió una parte del periodismo colombiano

Cada año se recuerda a Jaime Garzón como ese periodista que a través del humor intentó despertar la conciencia de los colombianos ante un Estado narcotizado con la corrupción, y la trivialidad en que se fueron convirtiendo los actos más horrendos cometidos durante la segunda mitad del siglo pasado.

De manera dolorosa, pero inútil, se conmemora una fecha más de su cobarde asesinato, acción deplorable y miserable que traduce la incapacidad en nuestro país de discutir temas fundamentales con argumentos maduros y, en cambio, la cobarde facilidad de silenciar la verdad con un disparo.

Cómo le haría de bien a Colombia que al menos algunos de los jóvenes que ven en Jaime Garzón un mártir del periodismo crítico avanzaran un paso más allá de considerarlo un ícono entronizado en la perfección e intentaran continuar con su causa y su legado.

Y, claro, respetando las posiciones personales de cada quien, el periodismo no se fortalece ni cobra el vigor que necesita para enfrentar una realidad porque se lamente su muerte, o se coloque un acrílico de su fotografía sobre la tapa inerme de un portátil. Una realidad que en lugar de amainar, se recrudece y permite ver una decadencia progresiva en todos los estamentos.

El momento actual que vive Colombia reclama que muchos más periodistas, pero también la academia, ajusten sus cinturones para realizar un vuelo con la altura que hasta ahora en la mayoría de los casos no se ha hecho bien, sobre todo en provincia. En donde la efigie de Garzón se difumina y pierde ante la venia, beneplácito y benevolencia que se le rinde a quienes detentan el poder por quienes dicen ejercer el periodismo.

Toda esa ira que se insinúa irradiar a través de unas gafas inmensas y unos dientes dispares, terminan convertidos en una tímida sonrisa y un acto de sumisión ofensivo y cobarde.

Tal vez una de las charlas con mayor contenido crítico sobre la realidad del país fue la que presentó en la ciudad de Cali, en la Universidad Autónoma de Occidente en 1997. Entre las frases de mayor calado y severa contundencia, que termina siendo una sentencia repetida pero menospreciada dijo: “ […] si ustedes los jóvenes no asumen la dirección de su propio país, ¡nadie va a venir a salvárselo (sic), nadie!”.

Coincide lo anterior, después de 21 años, con una realidad que no se puede ocultar. La necesidad de que otros tomen las banderas que quedaron expuestas y caídas, pero disponibles después de su muerte. Unas banderas que obligan a un ejercicio decente del periodismo en donde la verdad sobrepase los límites de la comodidad y del facilismo del que él hablaba, o supere la ambición de un cheque endosado al mejor sirviente.

Ese periodismo, al que tantas fechas de celebración le han modificado restándole importancia e identidad, nunca se fortalecerá recordando en la soledad de las multitudes la existencia de un hombre valiente, que exhibió un arrojo insospechado que hoy tantos enaltecen pero prácticamente ninguno se atreve a emular.

Tan solo refresca este escenario gris y preocupante medios de comunicación independientes, varios con hombres y mujeres salidos de la misma academia pero sin la iniciativa ni participación de ella. A través de Twitter y de otros canales virtuales se atreven a confrontar una realidad maquillada con matices diversos que, además dolosamente, la esconden quienes necesitan mantener cerradas las cortinas para que el horizonte no escandalice, no alerte, no despierte.

Es incompleta una conmemoración, cuando no se reclama masivamente por la verdad absoluta sobre su muerte. Son 21 años de un delito en el que no se logra conocer aún la verdad de los que tras bambalinas y con perversos motivos ordenaron o acompañaron su asesinato.

Nada de esto sería tan profundo si las mismas facultades de Comunicación Social y Periodismo se “empoderaran” (término desgastado) y asumieran el control y la responsabilidad académica y civil de la formación de periodistas en el sentido pleno y estricto de la palabra, y no un híbrido propiciado por la misma ley nacional, en donde la cultura organizacional y las relaciones publicas empresariales se entremezclan, y hasta se confunden, con el imperioso valor y la importancia de alimentar de manera positiva la opinión pública de un país.

Jaime Garzón siempre será recordado con respeto y llorado con dolor. Solamente hasta cuando se esclarezca su crimen, con la certeza de conocer a todos los autores intelectuales, y el país tenga la oportunidad de no contar con uno, ni dos, sino demasiados periodistas como él, se tendrá la posibilidad de rendir un homenaje completo y justo a un hombre que por conocer el escenario en donde se exponía, en 1997 de manera premonitoria advirtió en Cali refiriéndose a él mismo: “Uno todos los días se prepara para morirse”.

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