Cuenta mi madre que durante mis primeros años en el colegio solía repetirse una escena con cierta frecuencia... yo, una dulce niña de 5 o 6 años, pidiéndole que me comprara de nuevo lápices o colores, ante lo cual ella sorprendida me preguntaba qué había hecho con los que tenía, a lo que invariablemente respondía que los había compartido con algún otro compañero de clase que no tenía. Para mí, a esa tierna edad tenía mucho sentido compartir las cosas que tenía, aun cuando supiera que me esperaba un pequeño regaño. La escena siempre terminaba conmigo recordándole a mi madre que ella siempre me había dicho que debía aprender a compartir con otros y que yo estaba actuando en consecuencia. Compartir era bueno.
Años después ese valor, compartir, siguió determinando algunas de mis decisiones de vida. Estudiar ciencias y dedicarme a la docencia por que consideraba que compartir el conocimiento era algo noble y necesario. Participar en eventos de divulgación e incluso facilitar mi trabajo de investigación a otros por que al final de cuentas la idea no es que los resultados de ese esfuerzo se quedaran acumulando polvo en un estante sin ser compartidos ni utilizados. Luego, cuando empecé a involucrarme con la Comunidad de Usuarios de Software Libre de Colombia, entender que esa idea de compartir era central a las discusiones alrededor de la apropiación de ciencia y tecnología, no la apropiación en el papel que lo aguanta todo sino en la práctica, en el conocimiento que se encarna en la gente que lo usa.
Cuando de la vida académica pasé a ser parte de Colciencias apoyando al programa Ondas para que se aprovechara la potencia de las tecnologías de la información y las comunicaciones a lo largo y ancho del país, me empeñé en que las obras que distribuíamos con la estrategia pedagógica del programa, las guías y lineamientos del programa tuvieran una licencia que permitieran que otros pudieran utilizar esos materiales y compartirlos de forma legal. Reconozco que no gané la batalla del todo pero algo se avanzó.
Cuando en 2011 se presentó la Ley Lleras y creamos RedPaTodos, para pedir balances en la ley de derechos de autor que garantizaran el ejercicio de la libertad de expresión y en últimas garantías para acceder al conocimiento, fue clarísimo que era necesario ratificar una vez más que compartir no es delito, que copiar no es robar.
Es claro, soy una defensora vehemente de compartir, pero esa defensa siempre había sido abstracta, defendía un ideal, ese que dice que el conocimiento debe ser abierto y que la cultura debe ser accesible para todos y todas.
Pero ayer todo cambió, ayer se hizo público el caso de Diego Gómez, un joven Biólogo colombiano, egresado de la Universidad de Quindío, que está haciendo una maestría becado en una universidad de Costa Rica y que se enfrenta hoy a una audiencia en su contra acusado de “violación de derechos patrimoniales de autor y derechos conexos” por haber compartido una tesis de un profesor de biología.
Desde ayer la premisa de que Compartir no es Delito tiene un nombre y un rostro detrás. La injusticia hipotética de enfrentar el desbalanceado sistema de los derechos de autor donde priman los intereses comerciales sobre el interés del acceso se volvió cercanamente dolorosa. El caso real y concreto no involucra a un best seller, la canción de moda o la última película de Hollywood donde el afán de lucro es evidente sino una obra científica, cuyas ideas ya han sido expuestas en varios artículos publicados hace algunos años y que para mí debería ser de acceso abierto y no estar encerrada tras barreras artificiales que mantienen un paradigma que para la ciencia es perverso, que para acceder al conocimiento, aun el generado con fondos públicos, se debe pagar. Y si no se paga uno es un criminal. En concreto, si Diego llegara a perder el proceso se enfrenta a una pena de cuatro a ocho años de cárcel.
Ayer se difundió la carta de Diego donde él expone su caso. Sus argumentos son simples, hay quien diría que son ingenuos, pero para mí son contundentes:
Hoy me sorprende que lo que es indispensable para las actividades de investigación y conservación (compartir conocimiento) pueda ser considerado un delito. Hoy me sorprende que la investigación y el conocimiento generado sobre historia natural, taxonomía, sistemática, ecología y otros campos de las ciencias biológicas, que por regla general no obedecen a la lógica del mercado, sean considerados análogos a un software o a una obra artística para explotación comercial; que pasen de ser una pasión a un instrumento del mercado.
Hoy me siento en el deber moral de compartir con todos el caso de Diego, de levantar mi voz para que su mensaje se escuche fuerte y claro: “Compartir no es un delito”. Yo apoyo a Diego y espero que muchos otros lo apoyen, los invito a hacerlo o por lo menos a plantear y seguir la discusión.
@mapisaro
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Fecha de publicación original: 16 de julio de 2014