Hace pocos días, por un canal de comunicación que me reservo por obvias razones, le envié un mensaje al expresidente. Palabras más, palabras menos, le decía que al no conocer yo el odio, así fuéramos enemigos en términos políticos, lo amaba en Cristo. El Divino Maestro nos invitó a bendecir a los que nos maldicen, a querer a los que nos odian y a desearle el bien a quienes nos persiguen. Porque sí, hay que admitirlo con una mezcla de tristeza y valor: Uribe destruyó gran parte de mi vida, pero ese es un tema aparte. En todo caso yo no miro hacia atrás ni me quedo en el pasado ni me pongo en el papel de víctima. Un guerrero de la luz se caracteriza por su carácter y fortaleza. Mi vida es nueva y luminosa.
En este contexto mi palabra es una espada afilada. La espada de la verdad. Pero la gran diferencia entre este servidor y otros personajes de la vida pública es la metodología: no hay necesidad de igualarse con la oscuridad, sino llevar siempre luz y amor. A mi modo de ver, ese es el mejor camino para que termine el ciclo repetitivo de la violencia. El perdón es la venganza de los buenos, he dicho una y mil veces. Sin embargo, esto no implica bajar la guardia ni desistir en la determinación, que en mi caso consiste en acudir con pruebas al máximo tribunal de la humanidad. Ya vimos que en Colombia por una simple caricia de la Corte Suprema de Justicia se armó un zafarrancho innombrable. A propósito, nuestro país anda por estos días en medio de una expectativa nerviosa y al amparo de una perplejidad psicótica. Parece una ridícula transición desde la patria boba hacia la patria loca: sumen o sustituyan, de todas formas el panorama es preocupante y desalentador. Es hora de reflexionar hacia qué posible abismo nos dirigimos. Aún, creo, es posible evitar la hecatombe o el colapso total.
Mi determinación desde lo legal a nivel internacional solo tiene una salvedad: que el señor Uribe contribuya con la verdad y por ende contribuya con la paz del país. Para ser sincero parece un escenario imposible, pero a mí me encanta lo difícil y para Dios no hay nada imposible.
Señor Uribe, desde la distante soledad de mi exilio lo invito a considerar un escenario del cual ya hablan algunas voces autorizadas: un pacto o acuerdo nacional que detenga la actual violencia generalizada; es decir, la real y la virtual: la de los campos de batalla y la del lenguaje soez y agresivo en redes sociales. Ambas violencias son un efectivo combustible y se retroalimentan mutuamente. Va a llegar en forma inminente un punto de quiebre, pues históricamente así se comportan las coyunturas políticas exacerbadas por los odios. La idea es no contribuir a aumentar las llamas, sino dar pautas para apagar el incendio.