Parece inminente que se viene otro periodo de confinamiento. Y también la necesidad de tocar temas inherentes a la condición humana como la religión, la fe, el sexo y las creencias en poderosas fuerzas que liquiden la peste de una vez por todas.
La humanidad siempre ha recurrido a sus dioses en busca de respuestas a los interrogantes que no tienen explicación aparente con los medios que tenemos a nuestro alcance. Todas las religiones ofrecen una respuesta a lo desconocido a través de un Dios arquitecto de la realidad del mundo cuyo destino está ligado irremediablemente a él. Y todas ofrecen métodos irrefutables para acercarse a ese dios omnipresente, omnipotente, omnisciente, so pena de caer en oscuros purgatorios y en infiernos eternos.
El sexo por fuera de unas determinadas reglas, como el matrimonio, casi en todas las religiones del mundo, siempre ha sido tratado como pecado, criminalizado y condenado a las llamas eternas. El sexo es la peste espiritual de las religiones más poderosas del planeta. Pero hay una de ellas, el Tao, que ve en el sexo una de las formas más certeras para acercarse a Dios sin la intermediación de las religiones. Y, por tanto, rechaza cualquier forma de interposición en la práctica sana del sexo. Al ser un acto de amor, es un acto religioso. Y ese acto solo lo pueden hacer los verdaderos religiosos. No se refiere a los religiosos que conocemos. Se refiere a un religioso que no pertenece a ninguna religión.
Hoy la necesidad de una explicación que mitigue el dolor de la pandemia ha lanzado a la humanidad a una búsqueda frenética de un Dios. Pero no dentro de las iglesias, pues están prohibidas las aglomeraciones. O en los templos evangélicos u ortodoxos. Y la búsqueda de un acercamiento a Dios a través de un orgasmo, como lo predica el Tao, también está mal visto hoy. Un ejemplo claro es la decisión del gobierno británico de prohibir por ahora el sexo entre personas que no habiten en una misma vivienda.
De esta manera, los ritos para acercar a Dios han quedado fuera de juego. Hay que buscar otro método. ¿El método del Tao? Pero a la vista de las medidas tomadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para combatir el virus parece imposible, aunque un orgasmo sea la forma más efectiva de acercarse a Dios. Y en este confinamiento, hacer lo que nos gusta a la sombra del creador sería un aliciente contra la soledad.
Pero la explosión a mansalva del coronavirus nos ha dejado noqueados. Si la COVID-19 se trasmite por las gotitas de saliva que expulsamos y recibimos al respirar y exhalar, entonces una sola persona puede poner en peligro a una familia, una comunidad, un país o a la humanidad entera.
Hoy, incluso las muestras de cariño y amor son cuestionadas a nombre de la salud pública. Los besos y los abrazos como muestra de afecto, de respeto y amor, incluso de traición, se han suspendido. Los besos, las caricias y el contacto corporal como ritual del sexo se han esfumado. Pero a simple vista, los países donde más se besa y se hace el amor no están tan contagiados. Holanda es el país donde más se besa. Allí se saluda con tres besos y es allí donde están las Ventas Rojas de Ámsterdam, símbolo de la prostitución moderna de las naciones más liberales. También allí se aprobó hace algunos años el sexo en los parques siempre y cuando se haga de forma discreta. En el ranking de infecciones en Europa, es el país menos contaminado por el virus.
En España e Italia se saluda con dos besos, y fueron los dos los países más contagiados del viejo continente. En Latinoamérica se saluda con un beso y ya supera en contagiados y muertos a toda Europa. En contra, en China, donde apareció el virus y el contagio atacó con agresividad, no se dan besos ni abrazos, igual que en Japón y la India. La tribu Ngá, en el norte de Malawi, debería tener menos problemas de contagio, pues se saluda sacudiendo el miembro del contrario. Pero no hay datos de los efectos de la Pandemia. En el caso del saludo con las manos, que se practica en casi todo el planeta, también es objeto de censura, mucho más en exploraciones corporales para un acto de amor.
Este confinamiento me ha traído a la mente esto de la religión y el sexo por varias razones. Una, porque las diferentes religiones han acreditado sus propias reglas para el encierro pandémico y para que la gente no se aleje de Dios. Hay alguna religión que llama la atención porque insta a sus feligreses a mantener el diezmo activo como método infalible en la fe y poca atención a las relaciones interpersonales. Otra razón: las parejas confinadas tienen derecho a tener sus relaciones sexuales, y otra más, que diferentes organizaciones de salud, incluso órganos gubernamentales, están promocionando la masturbación como método individual de goce sexual, y esta actividad solitaria sí que está vetada por todas las religiones del mundo, menos en los métodos taoístas donde el acto sexual, en pareja o en solitario, es el ritual sagrado por excelencia para acercarse a Dios. Incluso, Osho, el místico más conocido en Occidente, escribió un libro titulado Hacer el amor sin pareja, donde pone a prueba los sentimientos, los recuerdos y las visualizaciones para llegar a un orgasmo placentero y sin estremecimientos de culpa. El mismo Departamento de Salud de Nueva York ha publicado un manual: El sexo y el coronavirus, donde promociona que la “la pareja más segura es uno mismo”.
Las recomendaciones también van en el sentido de que las relaciones que se hacen en “línea” y sus consecuencias posteriores deben aparcarse por ahora y las que no sean cercanas, de un reducido grupo de conocidos, desecharlas por completo. Las trabajadoras sexuales también han echado mano de su fe en Dios acompañadas de sus propias medidas para seguir trabajando y no morir de hambre: mantener la distancia de dos metros durante las negociaciones, nada de caricias y besos, mascarillas seguras, preferir posiciones que no enfrente directamente las bocas y mucho gel, alcohol y lavados. Aunque la solución no es esa, sino unas políticas económicas públicas que saquen a las y los trabajadores del sexo, de esa lamentable exposición a la enfermedad a toda hora.
Practicar el sexo hoy parece un suicidio. Pero no lo es si se tienen en cuenta las recomendaciones de salubridad. Por ejemplo, estar seguro de que su pareja no es portadora del virus. Y aun así, desistir de las caricias y los besos y usar una mascarilla higiénica. Hasta hoy, no se ha comprobado que el virus se trasmita por medio del semen o flujo vaginal. Y es una forma agradable para los creyentes de acercarse a Dios. Veamos. Cuando se llega al clímax, al orgasmo pleno, es el momento en que el ser humano se convierte en creador, puede fecundar vida. Por tanto, es el momento en que no solo se parece a Dios, sino que él mismo es Dios al ser capaz de engendrar una criatura, de producir sustancia humana, hecho que los laboratorios más avanzados y atrevidos en todo el mundo no lo han logrado, aunque ya se haya reconocido científicamente la existencia de una poderosa fuerza creadora que no le llaman Dios sino “sustancia cuántica”.
Es difícil asimilar todo esto puesto que el sexo se practica en medio de una diversidad de leyes como las del aborto, el celibato, el control poblacional, la prevención de enfermedades infecciosas, el control del embarazo infantil, y la prevención de contagio por el coronavirus, por supuesto. Dificultad que destruye la posibilidad de un acercamiento al poder creador de la humanidad sin que nos sintamos tocados por algún dogma, creencia o temor, justificados o no.