Santiago, 01 de Julio de 2013.
Querido Horacio:
Nunca te he hablado sobre mi curriculum vitae, asunto que trato de mantener en reserva porque es un poco incómodo andar explicando por qué a alguien a quien solo le gusta leer y escribir, tiene actividades diarias tan disímiles, un ganapán tan raro, un trabajo, pues, dicho derechamente.
Te cuento esto porque hace unos días en mi intercambio diario de mensajes con un amigo, el Señor T, le conté que una de mis películas preferidas es Ratatouille. Yo de cine no sé nada, solo sé decir si la película me gusta o no, y esta en particular —que es de dibujos animados— tiene una escena brillante donde el crítico gastronómico Anton Ego (a quien prestó su voz Peter O’Toole) lee su propia reseña sobre el restaurant Gusteau, después de haber probado un platillo exquisito preparado por… ¡una rata!, la protagonista, Remy. De tantas veces que he visto la película, ya me sé de memoria esa reseña. La puedo recitar al pie de la letra sin equivocarme. En ella, Anton Ego dice cosas como: «[Los críticos] arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Pero la triste verdad que debemos afrontar es que en el Gran Orden de las Cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica.», y mi preferida: «Las nuevas creaciones, lo nuevo, necesita amigos». Cada vez que veo esta escena, no importa cuántas veces la repita, siempre lloro.
El caso es que el Señor T me contó que él no ha visto la película porque le tiene mucho asco a las ratas, pero entiende que a mí me guste tanto porque estoy más familiarizada con ellas. Y con eso, el Señor T me recordó aquellos tiempos en que trabajé para una empresa controladora de plagas. Suena feo pero lo es menos de lo que parece. En 2009, Daniel Samper Ospina me propuso que contara en SoHo cómo se cazan palomas y allí lo dije más o menos. De los ocho años que trabajé para esa empresa, seis me los pasé en terreno, supervisando el trabajo de los técnicos mientras hacían las desinsectaciones, las sanitizaciones y, sobre todo, las desratizaciones. Te podría contar mil anécdotas sobre ese trabajo (no estoy exagerando) y demostrarte así que conozco la fisiología de la mosca harto mejor que la del ser humano. Era un trabajo extraño, pero no por lo que hacíamos, sino por las reacciones de los bichos, especialmente de las ratas. De todas, la que más me impresionó fue esta:
Estábamos en una gran fábrica de pan. Había, obvio, sacos de harina por todos lados. El dueño de la fábrica se quejaba mucho por la invasión de las ratas en su empresa, sobre todo porque el hombre había invertido un dineral en implementar los mejores estándares de limpieza y su personal estaba altamente calificado en la manipulación limpia de alimentos. «¿Qué hacemos?», me dijo con impaciencia. El jefe de técnicos le explicó al señor que debíamos dar con la madriguera y en lo posible con la rata madre, la que pare y propuso algo un poco cruel pero efectivo: secuestrar las crías. Como no pudimos identificar ni la madriguera ni la rata madre (la que nos interesaba), entonces creamos cientos de zonas de alimentación (sin venenos) para que la rata madre tomara todo el alimento y la bebida que quisiera y luego procreara.
Calculamos el tiempo que tarda en parir y en la semana en que, por nuestros cálculos, creímos que iba a hacerlo se hizo un monitoreo todo el día en la bodega. Efectivamente la rata parió, y por el chillido de los animales pidiendo alimento dimos con una madriguera. El jefe de técnicos, sin embargo, se decepcionó cuando vio que la camada estaba sola, sin la madre, y eso nos ponía en un conflicto con el cliente. Teníamos que atraer a la madre como fuera y nos quedaban solo dos opciones: matar a la camada y luego tratar de atraer a la rata con bloques parafinados (cebos, venenos, que tienen olor de anís y gusto a maní). El jefe de técnicos no lo pensó dos veces: se puso unos guantes gruesos y sacó ratón por ratón de la madriguera, que luego se decapitan, se patean con la punta del zapato de seguridad —que es metálica—, o se les dispara con un rifle a postones. Yo, por ayudar —aun cuando tenía estrictamente prohibido ejecutar ese tipo de trabajos, solo podía observar—, puse los bloques en lugares estratégicos, pero sin usar guantes.
Cuando el técnico terminó de matar a las crías, y mientras conversábamos con el encargado de bodega, apareció la rata madre olisqueando los bloques, y buscando a sus hijos. Estaba a unos diez metros de nosotros cuando la vimos, pero después constatamos que había recorrido toda la bodega. Nos quedamos mudos. Nunca en mi vida había visto un animal tan grande y asqueroso. Era una rata gorda, de pelo negro con visos grises oscuros, muy brillante. El jefe de técnicos propuso con un susurro matarla a postonazos, con un rifle chico que tenía a la mano, pero la propuesta llegó tarde porque al animal le entró un desespero terrible cuando no vio a las crías en su madriguera y se vino corriendo hacia nosotros. A unos metros se detuvo, chillando horrible, y durante un segundo me desafió con sus ojos chiquitos. El animal estaba furioso solamente conmigo y nada más que conmigo y yo, del miedo, me quedé paralizada sin pensar mucho. O bueno, sí, pensaba en la muerte terrible que tendría si esa cosa gorda y brillante me mordía. Reaccioné a tiempo cuando intentó escalar por mi bota de seguridad. La sacudí con toda la fuerza que me podía asistir en ese momento, es decir, no mucha, pero la suficiente para que el animal rebotara contra una pared. El jefe de técnicos le disparó hasta que murió. Mal contados con la memoria, fueron unos diez disparos. Qué animal tan duro.
Te preguntarás por qué razón por esa rata se ensañó solo conmigo. Es simple: la rata olisqueó los bloques e identificó el rastro mío en ellos, mi ph, debido a que los puse sin guantes. La rata es un animal supremamente astuto. Lo pude comprobar cientos de veces mientras trabajé con ellas (o, más bien, contra ellas). Su oído, su olfato y su gusto están increíblemente desarrollados. Les tengo asco, pero mucho más respeto.
Esto que te cuento sucedió hace años ya, pero nunca se me va a olvidar ese segundo de «cara a cara» que tuve con la rata. Estoy segura de haber visto en esa mirada un odio feroz. El odio de la madre a la que, recién parida, le matan la camada. Sin embargo, las ratas tienen todos sus sentidos y habilidades muy desarrollados, menos la vista. Son daltónicas y algunas ciegas. Dime que estoy loca si quieres, pero estoy segura que lo que el olfato de esa rata detectó, es decir, que yo estaba matando a sus crías, sus ojos me lo devolvieron. La naturaleza todavía me parece algo inabarcable y cualquier cosa puede pasar.
Hace casi un año que ya no sé nada de ratas ni bichos. Estoy trabajando en algo muy distinto, pero me puse a pensar que tal vez el Señor T tiene razón, que sí estoy en paz con las ratas y por eso puedo ver Ratatouille sin asco y con gusto. Puedo disfrutar cada una de sus escenas. Lo quiera o no, las ratas escribieron una parte importante de mi curriculum vitae, que los hispanohablantes solemos traducir como Hoja de Vida. Nunca mejor dicho.
Van abrazos,
Laura.
P. D.: Estoy leyendo el ensayo-biografía sobre Stendhal que escribió el poeta Ilya Eherenburg. Cuenta que Giulia Rinieri le declaró su amor a Stendhal en una carta que comenzó así: «Sé que eres viejo y feo...». Encantadora.