Daniel Tubau, escritor, columnista y asesor empresarial, comenta en una de sus habituales columnas lo siguiente: “Resulta que las personas optimistas, como leí hace poco en una revista de divulgación científica, viven mucho mejor que los pesimistas. No sólo porque su carácter les hace capaces de enfrentarse a los problemas, a los mismos problemas que derrumban a los pesimistas, sino también porque su manera de ver el mundo les da más oportunidades de disfrutar de cosas que a los pesimistas les pasan al lado sin que las vean. Incluso se podría decir que los optimistas disfrutan más del tiempo (e incluso de más tiempo), puesto que pierden mucho menos tiempo lamentándose”. Nada más verdadero y oportuno pare estos tiempos de pandemia, confinamiento y tedio existencial.
Pero ocurre, muchas veces, que los optimistas son, en realidad seres fantasiosos que carecen de la facultad de mirar con claridad los mensajes que reciben. Se hunden en el fango y piensan que están ante la gran oportunidad de vender lodo y arena. O se resbalan de un rascacielos y consideran que en ese pequeño y mortal lapso les crecerán alas. Y no es extraño observar a algunos seres que en medio de una crisis económica sin salida se niegan a aceptarla pensando que de ella se derivará una oportunidad sin precedentes. Hasta que se dan cuenta que se hundieron en el fango, se estrellaron contra el piso y se sumieron en deudas impagables. Cosas de la siquis humana, de su incapacidad de asimilar la tragedia que pretendieron evitar con sus devaneos mentales.
Prefiero, humildemente, opinar y creer que los pesimistas somos unos optimistas en potencia, en estado de inercia, pero prontos a aceptar y cambiar una realidad, por dramática que sea. Los optimistas, no todos por supuesto, se quedan en espera de una solución mágica. Los pesimistas salen al encuentro de esa respuesta afrontando todos los golpes del camino. El optimismo se ha convertido en una especie de religión que evita las verdaderas confrontaciones existenciales, laborales o afectivas. El pesimista ve con más claridad por cuanto su sinapsis biológica le permite aceptar que es necesario darse golpes contra la cruda realidad para dar lugar a una nueva, más acogedora y menos dramática.
Como veo y escucho que en medio de esta pandemia muchos se limitan a repetir maquinalmente frases carentes de toda efectividad mediática que nos permita abordar el real problema que se nos viene encima a los colombianos, me declaro un pesimista bien informado. La verdad, sea dicha, es que nos vienen tiempos difíciles, económicamente hablando, lo que se traducirá en una dura recesión que nos atará a deudas, perdida de bienes y trabajos. Pero no queremos verlo por la sencilla razón que es más cómodo y sencillo creer que todo seguirá igual o con tendencia a mejorar. Ni lo uno, ni lo otro. Se nos vienen tiempos difíciles y que exigirá de nosotros el mejor de nuestros esfuerzos. Tenemos que empezar a pensar colectivamente, dejando atrás esos viejos esquemas mentales y sociales en los que se nos hizo creer que el progreso y el éxito eran de carácter netamente individuales.
Pensar, por ejemplo, en elegir mejor a nuestros dignatarios. O generar empresas que interpreten nuestras verdaderas necesidades económicas. O en transformar la educación pensando siempre en el bienestar colectivo. Debemos dejar de ser pasivos y contemplativos ante la corrupción y emprender una cruzada verdadera contra ella. Pecamos por optimistas pensando que vendrían tiempos mejores mientras educábamos en condiciones de inequidad, elegíamos en criterio de utilidad y hacíamos empresa en mero sentido utilitario. Esta pandemia nos forzó a entender, a algunos pesimistas, que el gran salto evolutivo consiste en pensar en colectivo, que la riqueza debe ser social y distribuida en condición de equidad.
No se confunda el lector y crea que los pesimistas tendemos al fracaso, todo lo contrario, al aceptar nuestra realidad pensamos en sentido y criterio colectivo en el ánimo de forzar cambios que nos permitan salir del atolladero. Los optimistas se volvieron pasivos, fútiles, inútiles, contemplativos, maquinales repetidores de frases bonitas, pero huecas, hueras como el aire que se escurre entre sus bolsillos. Los pesimistas gritan verdades que pocos quieren escuchar pero que obligan a despertar de ese peligroso estatismo existencial.
Vienen tiempo duros. Nos enfrentaremos a reformas laborales sin igual, a empresas cerradas, a fuentes de trabajo inexistentes, a drásticos recortes salariales y a reformas insospechadas de disecciones pensionales y prestacionales. Desempleo, hambre, pobreza, miseria. En síntesis, una verdadera recesión económica con todo lo que ello implica. No pensamos colectivamente y en consecuencia viviremos los embates de una tragedia que construimos colectivamente. Pero, sin duda alguna, sortearemos mediante un cambio de mentalidad que nos permita ser sociedad, colectividad y nación.
Nos embriagamos durante décadas creyendo que el éxito consistía en acuñar cosas y riquezas, en considerarnos exitosos acumulando títulos académicos o propiedades. Nos volvimos ostentosos con viajes hacia la nada y con salarios que se constituían en una verdadera afrenta para la otra Colombia, para aquella que a duras penas podía comer. Nuestros gobernantes, en medio de esta crisis, no nos han dado las verdaderas señales que nos permitirán afrontar las secuelas de esta crisis. No han diseñado políticas de protección empresarial, de fomento de iniciativas que nos faciliten una salida airosa y triunfal. Nuestros empresarios se quedaron solos, como solos disfrutaron de su renta y de sus ganancias. Ahora el momento histórico es otro y exige de nosotros un nuevo esquema mental. No es repartiendo mercaditos como vamos a salir de esta gran crisis, ni dando o recibiendo dádivas subsidiadas. El momento es crucial para tirarlo todo por la borda y emprender esa gran empresa llamada Colombia, apellidada humanidad y clasificada como sapiens.
Dejemos de pensar en cielos y en nirvanas; las llamas que nos rodean son el claro síntoma del infierno que encendimos entre todos, por nuestra indiferencia e inercia existencial. Vienen tiempos difíciles, pero también la posibilidad de un cambio de mentalidad que alcanzaremos mediante la fórmula de la colectividad. Y si es necesario destruir todo, pues destrúyamelo, al fin y al cabo, lo único que haremos es obligarnos a percibir ese averno que cotidianamente ignoramos en esta Colombia donde la champaña se vertía para pocos y la pobreza se abría para muchos.