Hay una humedad en el techo. El frío cala, sobre todo en las noches. La vista es preciosa, la sala amplia, pero las condiciones de salud y la paranoia desatada por el Coronavirus me hicieron pensar en cambiar de casa. Creí que era el momento indicado. Las noticias anunciaban que la pandemia agudizó la crisis inmobiliaria que había arrancado en agosto del 2019. Los arriendos deberían haber bajado.
Me puse el tapabocas y visité uno en el Polo. Noventa y cinco metros cuadrados, dos habitaciones, un baño, la vista a Transmilenio. Dos millones de pesos. Otro en Chapinero Alto. Carrera 4 con 56. Un sexto piso. Tenía chimenea y olor a madera vieja. Me imaginaba sufriendo el decimonoveno ahogo. Los ácaros acabando la piel. 80 metros cuadrados, baño simple, cocina elemental. 1.800.000. Y así seguía una lista interminable. Incluso en lugares lejanos, en espacios estrechos, los arriendos no han cedido. Los precios para comprar tampoco.
Y salgo a la calle, y Bogotá en un sábado huele a pan fresco. Y en los edificios, estampillada en al menos dos de sus ventanas, los anuncios en rojo diciendo se Arrienda, se Vende, gritando la crisis.