Mucho se ha hablado de la revolución de las canas y poco se habla de la espada de Damocles que está en el cuello del cuidador. Tinta ha corrido sobre el derecho a la igualdad por parte de los mayores y prácticamente nada se ha dicho sobre la presión que sienten aquellos quienes acompañamos o cuidamos a esos mayores inteligentes y capaces, ciudadanos que ejercen la plenitud de sus derechos, sobre los cuales cada integrante de la familia ampliada tiene una opinión sobre su cuidado.
Me refiero a los parientes cuidadores, que bien puede ser un hijo o una hija o algún otro familiar. No me refiero a los profesionales del cuidado, sino a aquellas personas que por decisión o azares de la vida se convirtieron en cuidadores de personas mayores con quienes existe un vínculo familiar, que por un lado legitima a esa persona como cuidadora y por el otro es foco de presión social, porque de él o de ella se espera que cuide.
De ellos, de los cuidadores familiares, poco se comenta. Muy esporádicamente se habla de ellos de manera genérica en artículos sobre salud mental. ¿Qué pasa con estos cuidadores, la pandemia y la revolución de las canas?
Quienes somos cuidadores, generalmente somos invisibles para la persona que cuidamos y para el resto del universo. Y, de manera general, está bien que así sea porque se trata de no ser una carga, sino un apoyo. Sin embargo, estar ahí para hacer la vida un poco más fácil para las personas que cuidamos, a veces, incluso en contra de su voluntad, no es tarea sencilla.
Ser invisible o ser como el agua y tomar la forma del recipiente que lo contiene, es una maestría espiritual que uno trata de alcanzar en un entrenamiento diario que pocos reconocen. Y es, sobre todo, muestra de un profundo respeto por el ser que cuidamos.
Eso no significa falta de carácter, o que no nos duela la cabeza de vez en cuando, o que nos de mamera las visitas en nuestro tiempo de descanso, que además, nadie sabe cuál es porque nadie se ha tenido el interés de preguntarlo, ni el mayor o mayora, ni la familia o parentela, ni amigos, ni vecinos, ni conocidos… a nadie le interesa el cuidador familiar: nadie pregunta si durmió bien o no, si descansó o no, si está de acuerdo con esto o aquello… es invisible.
Nadie quiere reconocer su labor. No sé por qué. Sinceramente no sé qué tipo de fantasmas hay con respecto a esta labor y con quienes la ejercemos, que resultamos tan absolutamente desafiantes que debemos ser borrados y negados de una manera tan contundente en la sociedad y sus narrativas.
En la normalidad que conocía, la mayoría de los cuidadores familiares, habíamos aprendido a vivir con ello, porque también ser invisible trae sus ventajas y sus libertades. Así que en ese equilibrio dinámico las cargas se ajustaban.
Contaba además que, en tiempos esa antigua normalidad, se podía ser más flexible y prácticamente este cuidador familiar, organizada las necesidades básicas de la vida cotidiana, solo necesitaba estar ahí, de una manera drásticamente presente, en urgencias y algunas actividades recreativas.
En tiempos de pandemia la cosa se vuelve más compleja. En general y de manera galopante se acentúa la falta de reconocimiento a los sentires de cuidador familiar: se omiten consultas sobre cuestiones tan delicadas en los tiempos que corren como, por ejemplo, visitas, almuerzos, y cualquier otro tipo de actividades. O las consultas se hacen en caliente, cuando está acorralado por las normas de la buena educación las cuales, cuando sinceramente a uno, en ese momento, le importan un carajo porque, lo que para el mayor y su parientes o amigos, es el ejercicio de varios derechos ( la igualdad, la libertad, el libre desarrollo de la personalidad y siga por ahí…) para uno como cuidador, es una responsabilidad mayúscula porque la ciudad está en alerta naranja, estamos empezando el pico de la pandemia, las UCI están prácticamente al tope, uno conoce que al mayor más temprano que tarde terminará con el tapabocas por debajo de la nariz o la barbilla, y en una eventualidad, no estaríamos ni en la lista de las prioridades…
Y por supuesto que un cuidador sabe que el mayor o mayora tienen necesidades sociales, afectivas, recreativas entre otras. Lo sabe, oh sorpresa, porque también él o ella, es un ser humano con las mismas necesidades. Solo se requiere un poco de empatía y respeto por una relación tan compleja como la del cuidador familiar para comprenderlo.
Esto va a durar. La nueva normalidad cambió las formas sociales. No sabemos cuánto va a durar. Los cuidadores familiares y sus respectivos mayores viven muchos momentos tensos por cuenta de que ni el mayor (que aboga por el ejercicio de tantos derechos y libertades) ni su red familiar o de amigos tienen en cuenta dos principios básicos de la convivencia: reciprocidad y respeto. Es una consideración mínima, sin embargo, en nuestro medio son casi piedras preciosas, exóticas, joyas prácticamente desconocidas…
Tal vez, en este nuevo y viejo mundo que parece nos vemos abocados a construir y reconstruir, tejamos relaciones donde la empatía, la reciprocidad y el respeto sean los ejes orientadores de nuestra condición humana y sus complejidades. A lo mejor llegamos a otros puertos y disfrutaremos de otros paisajes.