La Universidad Nacional está en boga por estos días. Ya es común que se la describa como casta de terroristas, comunistas, mamertos y guerrilleros. Se han normalizado, y en declive, las estigmatizaciones sobre la protesta, el vandalismo y la delincuencia que los “tirapiedras de la Nacional” representan.
Al ser el estandarte de la educación superior pública colombiana, muchos de estos descriptores son asignados a todo el sistema público de educación, ¿qué nos ha llevado hasta ese punto?, ¿por qué las autoridades de una nación desconfían de los ciudadanos formados en el sector público?, ¿qué representa verdaderamente el “liderazgo de la Nacional”? Ahondemos un poco en esas preguntas.
Partamos del hecho de que solo hasta principios del siglo XX se consolida la universidad pública como una garantía social en Colombia. Sin embargo, la educación siempre ha sido privilegio de pocos, adquiriendo su bienhechora reputación solo a medida que el humano de la revolución tecnológica fue ganando protagonismo. Colombia, un país sumido en el conflicto desde siempre, se concentraba en la puja por el poder y el dominio de la tierra. El desarrollo industrial y científico era pobre, pues la educación no representaba un acto mancomunado que rindiese buenos frutos.
Cuando la práctica investigativa mundial volteó sus ojos para Colombia, tuvo que transferir algo de su know-how al terreno, para así vincularlo a su institucionalidad mundial. Profesores de prestigiosas universidades extranjeras desembarcaron en Latinoamérica entera, trayendo sus entornos con sí. Los mejores lugares para acogerlos eran las aún cristianizadas universidades; la novedad hizo lo suyo y los jóvenes estudiantes y docentes de aquellas épocas sucumbieron ante el encanto de la institución de la “verdad”, creando un vínculo laico hasta hoy vigente, en el que el conocimiento solamente nos es entregado en lotes provenientes del exterior y en lenguajes y capacidades que solo expertos pueden conocer y manejar.
Quienes estaban en contacto directo con los expertos fueron ampliando su conocimiento, al tiempo que su influencia, convirtiéndose en líderes expertos locales, que tomaron el control de las universidades al dirigir los sistemas de educación, ciencia y tecnología. Transfirieron tan bien las instituciones que, hoy por hoy, incluso para los saberes ancestrales, se exige una validación por ellas mismas. La importancia concebida para la administración del conocimiento a través de este medio, adquirió una apreciación más que notable, certificando inclusive, la capacidad de una persona para ejercer legalmente un oficio.
En Colombia, la Universidad Nacional fue el caballo de Troya, pues administró y acogió al conocimiento del extranjero. Ello inmediatamente la consolidó como una institución líder de la práctica universitaria nacional. Bajo el estandarte de calidad, reconocimiento y excelencia, la universidad formó varios dirigentes, destacados científicos, humanistas, artistas, ingenieros, médicos y un largo etcétera. Tantas mentes prominentes montaron un referente, único para esta institución, que fue rompiéndose paulatinamente a medida que nuevas instituciones brotaban —basadas en ella misma— para continuar o especificar la labor universitaria.
Al estar la Universidad Nacional vinculada al sector público mantuvo un modelo que se repetía en varias otras naciones: la institución se convertía en el ente garante y creador del conocimiento para la nación. Esto abrió la puerta a que la universidad se convirtiese en una institución sin ánimo de lucro, pues su filosofía natural, en teoría, es compartir y administrar el conocimiento, de forma tal que, el mismo, pueda ser aprovechado por todos los integrantes de la nación. Mientras la universidad mantuvo ese halito de igualdad, tuvo la oportunidad de convertirse en una institución valorada por los colombianos, pues les ayudó a traer la contemporaneidad a su mundo, en cierta medida, de forma “equitativa”.
Por ser ascendencia del conocimiento y este estar vinculado al cambio y la novedad, las universidades tienden hacia la liberalidad (muchas incluso luchan contra este instinto natural); por supuesto, esto causa molestia en los sectores conservadores de una sociedad, quienes tienden, con excepciones, a resistirse a las propuestas liberalizadoras emanadas de la institución universitaria.
Podemos aseverar, sin temor a equivocarnos, que nuestra curva de violencia tuvo una subida exponencial con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (egresado de la Universidad Nacional, por cierto) y el Bogotazo. La desigualdad social, ahora imposible de ocultar gracias al ascenso de las comunicaciones globalizadas, motivó a intelectuales asentados en la Universidad Nacional y sus universidades hijas a justificar el tono de la discusión, valiéndose de discursos de todo tipo, que echaron raíces en el corazón de jóvenes e intelectuales; discursos que rápidamente sirvieron de adoctrinamiento para cada bando de la guerra fría, que, de esta manera, comenzaba su afectación en Colombia.
A medida que se permeaba el adoctrinamiento en la vida universitaria, de ambas partes, se iban generando sentimientos de unión de grupo y rechazo por lo diferente, en especial, contra todo aquello que amenazara el establecimiento. Dado que, por motu proprio, es la universidad el lugar que brinda las condiciones para discutir y, que los razonamientos políticos a los que se llegaban a manera de conclusión, imponían medidas violentas y radicales, poco a poco la universidad se fue convirtiendo en un campo de batalla ideológico, que logró permear a la institución.
Hay que decir que la administración de la universidad pública rara vez ha apoyado la formación de grupos politizados, aunque sin impedirlos, por obvias razones, pues siempre han estado supeditados al gobierno de turno. Pero esa historia no se repite con estudiantes, profesores y miembros de la comunidad universitaria; cada una de estas personas pensamos diferente y tenemos diferentes particularidades, sin embargo el hilo conductor entre muchos de nosotros es precisamente la labor educativa que brinda la universidad; el problema comienza cuando esa labor educativa es permeada por ideales exclusivos, que en conjunción con los deseos rebeldes y justicieros de los años mozos de las personas, se convierten en grupos que persiguen ideales que buscan cobijarse bajo el manto de la libertad de pensamiento universitario.
Los bandos de la guerra se han enfrentado entre sí, saliendo de las canchas universitarias, en donde su eco ha encontrado techo gracias a “inmunidad” proveída por la institucionalidad. Debemos entender que las universidades nacieron como centros de pensamiento que han evolucionado para permitir, por lo menos en la actualidad, la práctica de discusiones de todo tipo, que, en el marco de una metodología académica, validada y reconocida, estandariza los métodos de la discusión y brinda un orden al mismo, permitiéndole trasladar las ideas a resultados factibles y consensuados. Dicho proceso humano tan complejo no puede darse sin la independencia de pensamiento, y sin que se puedan sentar todas las aristas de un tema a discutir de forma serena, clara y efectiva. De la misma manera, tampoco puede existir favoritismo ni influencia externa desmedida, dado que es en el mismo plano argumental y demostrativo, donde cada corriente universitaria se desarrolla
Por lo anterior, resulta inviable generalizar el comportamiento de grupos de personas que pertenecen a la universidad como el pensamiento de toda la comunidad universitaria y cada uno de sus miembros. No obstante, Colombia es un coctel de emociones, y en el paradigma colectivo social, la figura de terroristas, comunistas, mamertos y guerrilleros ha tomado un profundo arraigo comunal. En todas las clases sociales se observa dicha clasificación. Cada uno de los que somos o hemos sido miembros de la comunidad universitaria hemos sido víctimas de este acto abiertamente señalador y discriminador.
El hecho de que una institución constitucional del Estado colombiano argumente la pertenencia a un centro educativo como motivo de investigación por rebelión terrorista es solamente el reflejo de la percepción que la sociedad colombiana tiene de su propio sistema educativo. Basta observar al magisterio para recabar las miles de opiniones del común de la gente, que asocian a los maestros con la izquierda, el comunismo, el socialismo y hasta la anarquía. Pero, tal como se contó arriba, es gracias a la propia naturaleza de liberalidad del conocimiento que los maestros y estudiantes, como principales actores de los sistemas educativos, son vistos como el origen de la desestabilización del status quo.
Con la Universidad Nacional el asunto se ha complicado, pues no es secreto que allí el adoctrinamiento, como en el resto de universidades públicas, tomó un rumbo contrario al poder. Grupos políticos de todo el espectro nacieron en todas las universidades, pero ha sido en las universidades públicas, donde el pueblo aprende, el lugar de creación de numerosos grupos de izquierda, así como de colectivos sociales que interiorizaban discursos propios y de otras sociedades. Debido a las malas decisiones tomadas por los liderazgos de muchos de estos grupos, así como a la barbarie cometida por la guerra y el estado colombiano, las tensiones con algunos de estos grupos llegaron a límites inimaginables, que lamentablemente siguieron utilizando a las universidades como carne de cañón para dar sus batallas.
El imaginario colectivo de la universidad pública se construyó sobre esta pobre utilidad. Usted puede preguntar en la calle de cualquier ciudad de Colombia sobre algún hito histórico por el que sea reconocida la Universidad Nacional, por dar un ejemplo atinado, y una buena parte le dirá que son los tirapiedra, manifestantes y vándalos, pero pocos le nombrarán a Salomon Hakim, Rodolfo Llinas, Gabriel García Márquez, Julio Garavito Armero, Jaime Garzón, Rogelio Salmona, Virgilio Barco, León de Greiff, Ciro Guerra, Alfredo Molano, o a alguno de los muchísimos científicos, artistas, ingenieros y humanistas colombianos formados en esta y otras universidades públicas, que hoy hacen parte e incluso lideran grupos de investigación, iniciativas globales, nacionales y locales, junto a variadas estrategias comerciales y operacionales. La sociedad colombiana poco conoce de los logros de su universidad pública ¿Será que los logros únicamente se enmarcan dentro de procesos individuales y no dentro del sentido social al que la universidad pública le debe todo su ser? Creo que una de las razones por las cuales se mantiene el estigma inaceptable hacia el sector público educativo es precisamente la deficiencia en el sentido social que aquí se observa.
Como decíamos más arriba, los estándares de conocimiento siguen respondiendo a las políticas y agendas de investigación extranjeras, en una amplia mayoría, debido a que en varios campos se carece de los recursos necesarios para implementar nuestras propias metodologías. Por esta razón, la universidad se ve abocada a mostrar resultados en el ámbito del conocimiento pleno internacional, jugando directamente en estas gradas, sin considerar que son pocos los ámbitos en que allí se afecta directamente al pueblo colombiano. Por ejemplo, todos hemos visto la triste historia de la innovación colombiana en el desarrollo de respiradores para la pandemia, que ha sido pisoteada por la industria extranjera. Algunos dirán que Colombia carece de los recursos, pero de lo que carece realmente es de apoyo, planeación y ejecución de proyectos que nos surtan de dichos caudales. ¿Por qué evaluarnos bajo el mismo racero de una sociedad que académicamente todo lo tiene? ¿Dónde queda realmente nuestra autonomía como pueblo si no podemos siquiera decidir la dirección del conocimiento y la innovación que queremos para nuestras gentes?
De la misma forma que con los ventiladores, la mayoría de actividades realizadas en el sistema universitario nacional (tanto público como privado) están supeditadas al flujo internacional del conocimiento. No quiero decir con esto que muchas universidades regionales no hayan logrado avances muy destacables para la nación y la sociedad colombiana, pero si quiero llamar la atención sobre la pertinencia de realizar investigaciones o desarrollar conocimientos que sirvan a otras sociedades y que no nos beneficien a nosotros mismos, quienes financiamos, entre otros aspectos, al sector público de la educación.
No quiero entrar en detalle y encender chispas dando nombres que justifiquen lo anterior, pero el lector tiene a su disposición las bases de datos de los sistemas digitales de ciencia, tecnología, innovación y educación, que cuando son analizados a profundidad, demuestran que las agendas de generación y manutención del conocimiento no están siendo influenciadas por las condiciones colombianas, porque inclusive, muchas de ellas, ni siquiera encuentran aplicación en el país.
Quiero hacer énfasis en la existencia de programas y proyectos preocupados por el desarrollo nacional, con el reparo, lamentable, de que muchas veces reciben pocos recursos, encuentran trabas para su realización y son víctimas del pobre interés, tanto de los tomadores de decisión como de las mismas poblaciones. Eso sí, hay que decir que la divulgación es pobre, mal dirigida y poco aprovechada. No más vale destacar el caso de Unimedios, un excelente medio de divulgación de la labor de la Universidad Nacional, que tiene un pobre alcance entre los colombianos, ya que estos parecieran solamente interesarse en su universidad cuando se trata de estigmatizarla. Entre otras razones, es probable que dicha estigmatización se deba al relacionamiento social de los egresados con el medio que los rodea, lo cual hace parte del proceso de difusión de la labor misional universitaria.
El liderazgo de la Nacional merece especial atención en este acápite. Al ser la cabeza del sistema de educación superior por largo tiempo, la UNAL ha sabido aprovechar muy bien su experiencia e influencia para garantizar para sí, una buena proporción del presupuesto y de la obligatoria asistencia estatal. No hay queja de ello, más si la hay en el hecho de que, como individuos pertenecientes a la comunidad universitaria por cualquiera de sus vertientes, hagamos un mal uso de ese “privilegio” que, en legitimidad, no debería ser de pocos sino de muchos.
La arrogancia profesional de muchos egresados de la Universidad Nacional no tiene límites. Las funestas comparaciones, los rankings, la necesidad de figurar y hacer uso del “buen” nombre de la universidad, es el pan de cada día en las relaciones profesionales del país. Hemos visto como dicho egocentrismo ha permeado incluso los sistemas de selección de personal en Colombia. Eso sí, este fenómeno no es exclusivamente colombiano, pero resulta muy diciente, en especial, en la Universidad Nacional de un país carente de oportunidades. Es así como los profesionales de la Unal creemos estar en un pedestal formativo, que ni siquiera hemos traducido para el mejoramiento real de la población colombiana. Sé que algunos/as dirán que existen esfuerzos y trabajos por mejorar la situación, pero la verdad es que se trata de un modo de pensar que está inmerso en la actual filosofía universitaria. De esta forma, los profesionales creen que su labor social es nula o innecesaria y que corresponde a la universidad trabajar a por ello exclusivamente. La sociedad, por otro lado, ve en ellos —los egresados— casos de éxito individual, que justifican la existencia de la institución para garantizar un pobre esquema de escalamiento social, pero no para mejorar de forma certera nuestra sociedad.
Con todo ese panorama, resulta ahora evidente la razón por la cual las mismas autoridades desconfían de la institución universitaria pública. En primer lugar, saben bien que en las comunidades universitarias encontrarán población en capacidad de criticar sus proyectos políticos; en segunda medida, a las autoridades les interesa responder al reflejo del imaginario colectivo. Todos los que con orgullo somos egresados de la universidad pública, hemos escuchado e incluso sido víctimas de los comentarios estigmatizadores hacia la Nacional, la Distrital, la Pedagógica, la de Antioquia, la del Valle, y todas las demás que se me quedan por fuera. Nos critican por adoptar posiciones contrarias al establecimiento, sin saber que lo tenemos encima propendiendo por mantener aquel egocentrismo profesional, que ellos saben bien, nos mantiene desunidos y trabajando cada quien por su lado.
No quiero justificar, de ninguna manera, los movimientos vandálicos, ni la lucha armada, ni tampoco alguna corriente política. Tan solo quiero poner de manifiesto que hemos asumido la naturaleza universitaria a nuestro acomodo, olvidándonos de su profunda labor en las cienes de una sociedad. Todo esto lo digo para plantear preguntas: ¿queremos un cambio sustancial de la mentalidad colombiana?, ¿queremos trabajar por una mejor sociedad?, ¿existen formas de cambiar la sociedad? Si la respuesta a las dos primeras preguntas es sí, entonces si hay maneras de modificar nuestra realidad. La cuestión es que estamos desperdiciando una herramienta institucional que hemos ganado por la esencia humana: la universidad. Le hemos estado echando mano para nuestro beneficio individual, cuando olvidamos que nació con “nobles” ideales sociales. Nadie afirma que la institución universitaria sea perfecta, pero, eso sí, es una organización que, por mucho, ha focalizado los esfuerzos que nos han permitido entendernos como especie de formas más eficiente. Si ello es así, basta de estigmatizarnos y señalarnos. Es mucho mejor que concentremos fuerzas como sociedad para mejorar y hacer crecer a las instituciones públicas que nos brindan fácticamente la posibilidad de un mejor país.