Ya lavé la camiseta con el jabón de ropa delicada, ya la dejé secar al aire, ya la doblé –colgarla, nunca– con mucho cuidado y ya la guardé en el lugar más visible de mi armario para que cada mañana me haga recordar que la alegría colectiva existe, es saludable y es posible sentirla en Colombia. (Y ya he visto los siete goles que sabemos, una y otra vez). Aunque sea efímera, es mejor perderla que no haberla tocado, siquiera, con la punta de los dedos.
Es mejor segregar millones de endorfinas por cuenta de #MiSeleccionColombia, que atragantarnos con ellas por no permitir que tal banalidad –calificativo que algunos usan para referirse a todo lo que se salga de la cotidianidad dura y almidonada– saque a la superficie la capacidad de contento que la complejidad de este país nos mantiene amordazada.
A los que no han sido partícipes de la liviandad que en el último mes se ha apoderado de tantos espíritus porque no gustan del fútbol o porque en la cuadrícula de su intelecto no hay espacio para líneas curvas, los respeto, por supuesto, pero me dan un pesar… No saben del bocado de gloria que se han perdido. Sobre todo porque darse permiso de gozar porque sí, las pocas veces que el diario vivir da alguna tregua, no tiene precio ni requiere de discusiones eruditas. Además no nos borra la conciencia de los múltiples motivos de preocupación que nos rodean; es solamente un recreo para abrir espacio a los sueños y, lo que es mejor, para comprobar que de ellos pueden surgir otras realidades. (¡Si hasta en las encuestas recientes aparecen pinceladas de nirvana!). Con ideales, ganas, trabajo y, en especial, con decencia. Y, si nos colabora el esqueleto, con el Ras Tas Tas de Pablo Armero.
El fatídico viernes del partido #ColombiavsBrasil corrió la voz, por las redes sociales, de que con la injusta derrota de Colombia quedaba demostrado que ser decentes no había servido de nada, igual nos habían sacado de la recta final a las patadas. Cierto; lo de las patadas, digo. Si bien la Selección del Brasil –nada qué ver con las que en otros mundiales conquistaron el mundo con el “jogo bonito”–, con su actual táctica de tierra arrasada o “jogo sujo” –implementada por el técnico Scolari y aupada por Dilma, Blatter y el árbitro español aquél– se metió por la fuerza en la recta semifinal de la Copa, no pudo hacer nada contra la magia que brotó de los corazones, las cabezas y los guayos de los muchachos de Pékerman (los nuevos dueños del “juego bonito”), sí les hizo daño. Los hizo llorar de orgullo herido por haber sido eliminados de manera poco deportiva y, de honor, por haberlo sido sin renunciar a las características que los hicieron triunfadores: calidad humana + solvencia deportiva. Fue un llanto sin vergüenza, a pesar de que también cometieron errores y en el primer tiempo se dejaron descontrolar. Luego, en el segundo, retomaron las notas de su propio pentagrama, pero ya la crispación se había adueñado del campo, Velasco Carballo había hecho los deberes. Sin embargo, ningún miembro del plantel hizo después señalamiento alguno contra el papel desestabilizador de este patán pitón, consentido de la Fifa. “Es maluco hablar del árbitro cuando uno pierde, porque todo suena a excusa, pero la verdad me pareció malito”, respondió el capitán, Mario Alberto Yepes, a una pregunta puntual de los periodistas. Y zanjado el tema.
“Esto se siente como un hijuemadre”, decía James. Lo corroboraban las lágrimas de José Néstor, Ospina, Cuadrado, Aguilar… Las suyas y las mías. Muy distintas a las que produjo en los anfitriones la zarandeada que les pegaron los alemanes con un 7 por 1 que hizo taparse los ojos hasta al Cristo Redentor del Corcovado; esas fueron de humillación. La goleada que sufrieron dejó al descubierto que no habían llegado a donde llegaron por estar haciendo las cosas bien, sino por trapisondas fuera y dentro de la cancha. Derrota por partida doble que los incondicionales hinchas brasileros no se merecían.
Así que, acalorados tuiteros, ser decentes sí paga; y no solo en el fútbol. Una gran lección para Brasil. Y para Colombia. No podemos olvidar que, en gran parte, las emociones vividas con esta selección, que convirtió al país en una sola garganta, son consecuencia de habernos reencontrado con esa especie en vías de extinción llamada d-e-c-e-n-c-i-a. A ver si un día podemos decir lo que dicen que dijo Albert Camus, futbolista en la muchachez: “Un país es su selección de fútbol”. Ojalá. Nos falta mucho para subrayar semejante conclusión y el camino es culebrero.
COPETE DE CREMA: El pulpo Paul que llevo dentro ya me había pronosticado cuál de los dos, entre Alemania y Brasil, pasaría a la final. Y ahora siente un fresquito… Les pudimos ganar el 4 de julio, piensa. (Si no hubieran sucumbido a la atracción fatal que sintieron por los tobillos de nuestros seleccionados).