Un joven yace de rodillas, sus manos están atadas con esposas, su rostro ensangrentado y sobre su cabeza de manera repetida alguien desliza un encendedor prendiendo fuego a su corto cabello. La escena se cierra con una patada en la frente. El joven está bajo custodia de dos policías, reducido e indefenso. No es exceso de fuerza, es tortura. Su tipología no responde a una simple falta disciplinaria, ni al tipo penal de menor gravedad en el grado de lesiones personales. La tortura es un delito de lesa humanidad, que afecta el ius cogens en el que confluye todo el sistema de derechos humanos y que según lo acordado por la humanidad no puede ser transgredido ni en tiempos de paz o guerra por nadie.
Definida también como tortura está la violación sexual, de la que se conoció días atrás el caso de una niña indígena embera chamí, violada por siete soldados del batallón San Mateo de Pereira. También, el de otra joven indefensa que fue violada por ocho infantes de marina, en cercanías al batallón fluvial 30 de Puerto Leguizamo (france24.com). Y el escándalo dio lugar a conocer sobre otra niña indígena, esta vez nukak makuk, que fue secuestrada, ocultada y violada durante seis días por al menos dos uniformados del batallón Joaquín Paris del Guaviare en 2019. El panorana es grave: el comandante del Ejército indicó que 118 militares están vinculados con este delito durante los últimos 4 años. De hecho, el cuadro de la lesa humanidad recuerda que las fuerzas militares, en el marco del conflicto armado, tendrían responsabilidad directa o en connivencia en no menos de uno de cada cuatro delitos sexuales.
Ahora bien, aunque la tortura es recurrente (inclusive al interior de la misma fuerza pública), no se investiga como tal y parece “natural” el castigo con crueldad y sevicia por mano propia para aplacar o prevenir supuestos riesgos. En 2009, el Estado informó ante la Corte Interamericana que investigaba 630 de delitos de tortura (Red Internacional de Derechos Humanos, mayo de 2015) sin que se conozcan avances en condenas efectivas por tratos crueles y degradantes. Igual suerte de impunidad corren los otros delitos de lesa humanidad como la desaparición forzada de personas y el genocidio de líderes, lideresas y defensores de derechos en territorios indígenas y afro, altamente militarizados, que en el último mes dejan más de una decena de crímenes y en lo corrido del año más de una centena.
Nada de este panorama corresponde a tipologías de delincuencia personalizada y espontánea. La tortura se planea, es racional y existe concierto para delinquir en cada hecho criminal, que corresponde en estricto a un crimen de derecho internacional, en la categoría de lesa humanidad, que representa una ofensa a la humanidad, ataca la dignidad humana. La tortura como acto abominable se comete para infligir intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con un fin específico (AI), con el fin de dañar, destruir a la víctima y enviar un mensaje de terror a un grupo, comunidad, o círculo social por razones basadas en discriminación y odio. El agravante principal es que es cometida por agentes del estado a instigación suya cuando estigmatiza, abandona, rechaza, desprecia o con su consentimiento o aquiescencia, pero además son hechos que ocurren en tiempos de paz y obstaculizan los avances en la construcción de verdad y justicia.
La focalización de los hechos de tortura parece claramente definida sobre personas y pueblos excluidos, marginados, discriminados étnica, racial o socialmente, en especial pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes (discriminación racial en Colombia, informe ONU 2009, de justicia), sobre lo cual Naciones Unidas ha reiterado recomendaciones que usualmente el gobierno descalifica y somete a debates de opinión que terminan ideologizados. En enero de 2009, ante la preocupación por este tipo de hechos, la Corte Constitucional señaló la “indiferencia de las autoridades públicas encargadas de proteger a los grupos indígenas, cuyo exterminio cultural y/o físico amenaza a no menos de treinta etnias” (ibíd.). El desinterés y lentitud del gobierno se convierte en un refuerzo a la impunidad al despejar el camino de los victimarios que se sienten libres para actuar sin temor, sin miedo, aprendieron a odiar y se vuelven un medio para discriminar, maltratar, humillar, su fuerza bruta y voluntad de poder les permite creer que están seguros de no ser descubiertos, investigados, ni juzgados, su imaginario los pone en el lugar del verdugo que era un funcionario público (del MinJusticia) cuya misión era ejecutar al condenado, que aquí es el pobre, la mujer o el miembro de un grupo sometido a discriminación y rechazo. Creen que la política es repetir esas conductas.
La fuerza pública, Ejército y Policía, tienen el mandato constitucional de sumar esfuerzos para cerrar de inmediato y sin vacilación las conductas de tortura. Juzgar y castigar a los responsables de los recientes hechos sería señal de aceptación de la justicia y el respeto a los derechos sin dilaciones. La lesa humanidad y la impunidad de la tortura ofenden a la humanidad y no se resuelven con reproches, revictimizaciones, ni cursos memorísticos de derechos humanos, es preciso defender la vida digna, libre de odios, para que no sea necesario aplicar la convención contra la tortura del 10 de diciembre de 1984 por la ONU, aprobada por Colombia el 12 de septiembre de 1985, ratificada el 12 de febrero de 1998 y convertida en la ley 70 de 1986 que además establece actividades de supervisión y cumplimiento de ésta. La tortura no es una falta, es un delito grave.