La propiedad privada no es sagrada

La propiedad privada no es sagrada

No se confundan, cuestionarla como único eje socioeconómico del mundo contemporáneo no implica resucitar el desastre soviético

Por: David Esteban Rojas Ospina
julio 13, 2020
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La propiedad privada no es sagrada
Foto: Flickr José Carlos Cortizo Pérez - CC BY 2.0

A partir de mediados de los ochenta el mundo ha transitado por la senda del neoliberalismo: la desregulación financiera, la libre circulación de capitales, la reducción sustancial del gasto público, la división internacional del trabajo (más rígida y asimétrica que nunca), así como la competencia desesperada de los regímenes fiscales nacionales para darle la mayor cantidad de beneficios tributarios posibles a los grandes capitales, ya sea para atraerlos o para mantenerlos en sus respectivos países, se convirtieron en las convenciones mayoritariamente adoptadas por los gobiernos del mundo para estructurar las relaciones socioeconómicas del capitalismo globalizado. Quizá la humanidad tomó este rumbo por el desastroso fracaso y eventual colapso del sovietismo y las sociedades comunistas, así como también, debido a las respuestas insuficientes dadas por la socialdemocracia a la globalización y a la superación de la propiedad privada capitalista fuera del marco de la propiedad estatal. El tema es profundamente polémico y lo seguirá siendo.

​Cada quien tendrá su opinión sobre el paradigma neoliberal, pero lo cierto es que al igual que cualquier otro sistema socioeconómico, no tiene nada de natural. Adicionalmente, el cuestionamiento de la propiedad privada capitalista como único eje estructurador de las relaciones económicas del mundo contemporáneo es hoy por hoy casi una herejía, una postura intelectual lamentable, que ignora la inmensa diversidad de modos de organización socio económicos existentes y posibles y pretende adjudicar a esta forma concreta de propiedad un carácter inmutable e incuestionable, cerrándose a la idea de construir un mundo más equitativo. Sin embargo, como veremos, esta concepción dogmática de la propiedad privada tan característica del neoliberalismo no es para nada un fenómeno nuevo.

​De hecho, la sacralización de la propiedad privada y los derechos de propiedad fue un rasgo ideológico bastante generalizado entre las élites económicas capitalistas de los siglos XVIII y XIX a niveles que hoy nos parecerían absurdos e inhumanos, por ejemplo: durante buena parte de este periodo, la abolición de la esclavitud fue vista como una terrible amenaza por las élites económicas europeas y del sur de los Estados Unidos, dado que, según ellos, los costos del trabajo libre terminarían por arruinar su competitividad y productividad, minando así las posibilidades de desarrollo de la nación. Un argumento sorprendentemente similar al de algunas fuerzas políticas conservadoras y de derecha que contemporáneamente se oponen a la tributación progresiva, el incremento de los salarios de los trabajadores, el fortalecimiento del Estado social o a la redistribución de la propiedad rural.

Mencionemos dos casos concretos para ejemplificar: en 1825, la segunda monarquía francesa en cabeza de Carlos X, desistió de invadir Haití, que había proclamado su independencia en 1791, únicamente porque había logrado imponer a la isla una deuda de 150 millones de francos oro con la finalidad de indemnizar a los dueños de esclavos por la pérdida de sus activos y propiedades debido a la emancipación de la colonia, cifra que equivalía aproximadamente al 300 por ciento de la renta haitiana de la época, además, se impuso al gobierno de la isla la obligación de refinanciarse con bancos franceses privados para cumplir con los pagos. Haití cargó este lastre hasta 1947 y tuvo que pagar todos los años, en promedio, el equivalente al 15% de su producción anual.

De igual manera, la ley de abolición de la esclavitud proferida por el Parlamento británico en 1833, y cuya aplicación duró aproximadamente diez años a partir de su expedición, incluyó una indemnización total a los propietarios de esclavos. En total se pagaron aproximadamente 20 millones de libras esterlinas de la época, lo que equivalía más o menos a un 5% de la renta nacional británica, pagados a aproximadamente 4000 esclavistas con dinero público. Sobra decir que ni en este ni en ningún otro caso, los antiguos esclavos fueron indemnizados. Muy a su pesar se les impusieron contratos de trabajo extremadamente rígidos y desventajosos, por lo cual, por mucho tiempo estuvieron en condiciones de cuasi servidumbre.

El caso de las guerras del opio puede también resultar bastante ilustrativo desde una óptica ligeramente diferente. A inicios del siglo XVIII, temiendo un desequilibrio de su balanza comercial con China e India debido al agotamiento de los yacimientos de plata de América, los ingleses decidieron intensificar la producción de opio en la India para tener algo que venderle a China, estableciendo el monopolio sobre la producción y la distribución del opio en Bengala en 1773 bajo la égida de la Compañía de las Indias Orientales. Por razones evidentes, la Dinastía Qing se negaba a aceptar la comercialización de opio en su territorio, hasta que en 1839 el emperador ordenó a su enviado en Cantón la interrupción inmediata del tráfico y la quema de los almacenes. Evidentemente, esto provocó una violenta reacción de los británicos, quienes consideraron inaceptable la flagrante violación a los derechos de propiedad y a los principios del librecambio al no poder traficar libremente con drogas en un país extranjero.

Los chinos fueron vencidos militarmente y fueron obligados a pagar los costos de la guerra, indemnizar a los propietarios del opio y liberalizar sus fronteras y estatutos tributarios en favor de los comerciantes europeos, principalmente británicos, además de tener que ceder Hong Kong al Reino Unido. Con todo y esto, el Estado Chino continuaba negándose a legalizar el opio y ante el aumento del déficit comercial inglés, la alianza entre franceses e ingleses en la Segunda Guerra del Opio, entre 1856 y 1860, sometió finalmente al emperador Qing. Se impuso la legalización del opio y se obligó a China a garantizar mayores beneficios fiscales a los europeos junto con nuevas concesiones territoriales. La dinastía Qing jamás pudo recomponer su credibilidad ante sus ciudadanos producto de las humillantes derrotas a manos de los europeos y sería la última dinastía de la China Imperial, que posteriormente sería reemplazada por la República de China y luego, tras una guerra civil, por la República Popular de China. La historia está llena de ironías.

Valdría la pena que los libertarios y la derecha más reaccionaria repasaran brevemente estos y muchos otros hitos históricos relativos a la historia del capitalismo y puntualmente, al estudio de los modos de propiedad, puesto que se enterarían del hecho evidente de que en coyunturas muy determinantes de la historia humana, no fue el armonioso funcionamiento del sistema de precios, ni el equilibrio celestial de la oferta y la demanda, o la virtuosa mano invisible la que potenció la expansión del capitalismo, fueron en realidad la esclavitud, el colonialismo y la diplomacia de los cañones los mecanismos más eficientes para abrir nuevos mercados.

No en vano en el siglo XX hubo un cuestionamiento generalizado de la sacralidad de la propiedad privada en todo el mundo, generando modelos de organización socio económica tan diversos y tan alejados de los ideales propietaritas de los siglos XVIII y XIX, como el New Deal en Estados Unidos, la industrialización por sustitución de importaciones en América Latina, la socialdemocracia europea, el desarrollismo asiáticos o el comunismo. Evidentemente, el cuestionamiento de la propiedad privada como único eje socioeconómico del mundo contemporáneo no implica resucitar alternativas fracasadas como el desastre soviético, tiene que ver más bien con la reflexión sobre la posibilidad de pensar tanto en nuevas formas de propiedad como en combinaciones eficientes y equitativas de los distintos tipos de propiedad existentes e imaginables (incluida la propiedad privada) en aras de garantizar el bien común. La propiedad privada no es sagrada, el bienestar humano sí.

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