En abril del 2015 uno de los pocos admiradores que le quedaban a María Eugenia Dávila me llamó para que le hiciera un reportaje. Destruida por los excesos y, sobre todo, por el corazón roto de un país que olvida fácil y condena rápido agonizaba en un asilo en el barrio Pasadena al norte de Bogotá. No le di demasiada importancia. ¿Quién se acordaba de María Eugenia Dávila? Soy periodista, tengo el alma envenenada, me importan los clics, las notas que peguen y María Eugenia era mercancía dañada. Rechacé la invitación.
Pocos días después de la llamada me arrepentí. En la primera semana de mayo María Eugenia Dávila moría después de estar varios días en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Vascular Navarra de Bogotá. Tenía apenas 65 años, pero la vida la había arrollado. Parecía una anciana de ochenta. Inmediatamente todos esos hipócritas que la despreciaron en vida, como yo, hacían perfiles y homenajes. La muerte le había vuelto a dar importancia a esta señora actriz, quien en los ochenta era la diva absoluta de la televisión colombiana.
Me dan risa y asco todos esos niños caribonitos que sueñan con ser actores en un país en donde el arte es despreciado. Un país de tecnócratas que escoge presidentes no por sus propuestas sino por lo bien preparados que están, por sus jodidos títulos y su hablar capitalino y fino. ¿Para qué quieren triunfar? No hay nada más engañoso que los 15 minutos de fama que otorga ser protagonista de la telenovela de moda.
En Colombia un actor a los cincuenta años es considerado un viejo, un jubilado. Los jóvenes dominan todas las ofertas. En un país de descerebrados los actores de carácter se archivan rápido. Los únicos que siguen vigentes son Amparo Grisales, no tanto por su talento sino por el pacto ese que hizo con el diablo y que la conserva aún como una diosa a sus 62 años. Álvaro Bayona, Víctor Mallarino, Diego Trujillo, son casos excepcionales. Iba a meter en la lista a Vicky Hernández pero recordé que a Vicky la respetamos más los periodistas que conocemos el cine nacional, la valoremos más que los dos canales nacionales.
Es injusto, es indignante que la señora Vicky Hernández tenga que gritar la ingratitud de Caracol y RCN cada vez que le ponen un micrófono al frente. Su situación está lejos de ser desesperada. Tiene una casa de campo en Subachoque y puede vivir de los ahorros. Sin embargo, a sus 69 años, la actriz más importante del cine nacional —te amamos en Confesión a Laura y en la Mansión de la Araucaima— quiere seguir trabajando. ¿Quién se quiere jubilar de una profesión que ama? Su último gran papel en la televisión fue haciendo de Herminda Gaviria, la mamá de Escobar en El patrón del mal. Después de ahí la hemos visto en papeles menores de seriados menores. Como Orson Welles en sus últimos años, castigado por su anarquía, tuvo que prestarse para hacer comerciales o la voz de Nostradamus en un especial de televisión sobre sus profecías, Vicky hace lo que le toque hacer con tal de volver a sentir la adrenalina de una cámara. Su última aparición en cine en la película de Manolo Cruz Entre el mar y la tierra demostró que sus condiciones están intactas.
En su misma situación están otros actores como María Cecilia Botero, quien no tiene un protagónico desde Caballo viejo en 1990, el gran Manuel Pachón quien vive en un cuarto en el sur de Bogotá, olvidado y recordando tal vez sus años de gloria cuando interpretaba a Kid el árabe en una radionovela de los años sesenta y la inmensa Judy Henríquez, quien a sus 74 años aún aparece en telenovelas pero está lejos de tener el reconocimiento que su trayectoria se merece.
Lo ideal, siendo actor, es irse de acá cuando aún hay fuerzas y juventud, seguir el ejemplo de Ana María Orozco, quien se fue a Argentina cuando recién explotó el éxito de Betty la fea o Miguel Varoni cuando aún disfrutaba de las miles de Pedro el escamoso.
El destino de ser actor en Colombia, sobre todo cuando se tiene principios y se cree en el arte, es, por lo general, el de la muerte en la miseria, solo y loco, acosado por los demonios y los venenos. Alguien los tiene que proteger. Vivimos pegados al televisor pero nadie realmente quiere a nuestros actores.