Solo esta semana se autorizó formalmente la incorporación al trabajo de las trabajadoras domésticas y en ciertos horarios para evitar congestionar el transporte público masivo. Sin embargo, muchas “patronas” le habían “pedido” a las empleadas regresar al trabajo, sin cambio alguno en sus rutinas a pesar de la situación difícil que se vive por la pandemia.
El trabajo doméstico sigue siendo explotado y no se les reconoce ni el salario justo, ni se cumplen horarios, ni se les garantiza la seguridad social, a pesar de la pelea que viven dando mujeres como María Roa y Ana Salamanca en los últimos 20 años. La batalla de más de 680 mil trabajadoras domésticas organizadas ha dado fruto en n los últimos años: en el 2013 el Ministerio del Trabajo les reconoció la cotización a seguridad social para quienes laboren por periodos inferiores a un mes. En 2016 la Corte Constitucional además les reconoció el pago de una prima a cuotas después de una dura batalla que también se dio en el Congreso. Ese mismo año la Corte también reconoció el derecho que tienen las trabajadoras domésticas a una pensión.
María Roa Borja, nacida en Apartadó en el Urabá antioqueño, vivía en una finca bananera cuando la guerrilla mató a su hermana. Tenía 18 años y no tuvo más remedio que salir despavorida hacia la turbulenta Medellín de los años 90 donde terminó trabajando como empleada doméstica.
No conocía a nadie, más allá de una amiga con la que se fue a vivir a Santo Domingo, un barrio popular donde la mayoría son afro y desplazados, en una pequeña pieza que compartían las dos. Fue precisamente su amiga la que le ayudó a conseguir su primer trabajo en la casa de una familia rica en Guayabal. María ahora era la “empleada doméstica”, la “sirvienta”, en una casa grande, bonita, pero para ella solo había un cuarto al fondo de la cocina donde se arrumaban cuanto periódico había sido leído. Nada le pertenecía.
“María, tráeme un vaso de agua”, “María, sirve esto”, “María,…”, así trabajaba durante 16 horas diarias por $270.000 mensuales, cuando el mínimo en esa época era de $350.000. A su pieza en Santo Domingo regresaba lo sábados, pero el domingo por la tarde tenía que volver a transportarse durante hora y media para atravesar la ciudad y presentarse en la casa en Guayabal. Nueve años estuvo trabajando como empleada doméstica, nueve años aguantó la “explotación, discriminación y violación”. En 2005 dijo no más.
Las circunstancias de la guerra, también sacaron a Ana Salamanca de su apartamento del barrio Carlos Lleras Restrepo en el occidente de Bogotá donde cuidada a sus dos hijos para terminar teniendo que ganarse la vida en el servicio doméstico en una casa ajena.
El 30 de julio de 1999 explotó una bomba en el edificio del Gaula en Medellín que mató a nueve personas. Su esposo estaba ahí, era agente del DAS y aparecía entre la lista de fallecidos: Luis Alberto Díaz Llanes.
Desde entonces no tuvo otro camino que rebuscarse el dinero que necesitaba para alimentar y educar a sus dos hijos. Las pocas comodidades que tenía se acabaron y el mundo se le vino encima. Solo apareció una alternativa: trabajar cuidando los hijos de otras mujeres para sacar adelante a los suyos.
Ver a decenas de mujeres en situaciones igual de precarias a las de ellas las llevó cada una por su cuenta a organizarse. En el año 2000, a los seis meses del asesinato de su esposo, Ana llegó a la Casa de la Mujer, que en alianza con la oficina de la Mujer Trabajadora de la CUT y la Secretaría de Salud de la ciudad adelantaban un programa de subsidios para trabajadoras domésticas que no alcanzaran a ganarse el mínimo. Las apoyaban con la salud, las apoyaban con la pensión y las apoyaban con la seguridad.
Pero eso apenas duró tres años. En 2003, el gobierno Uribe reformó la ley 100 que el propio expresidente había impulsado 10 años atrás desde el Senado. Ahora la cotización mínima de cualquier trabajador era con base en el mínimo y los subsidios llegaron a su fin. El grupo mutual de 1.000 mujeres al que pertenecía Ana se disolvió de un momento a otro.
Sin embargo, eso no acabó con la intención de Ana Salamanca de organizarse con las mujeres y buscar mejores condiciones laborales para todas. No fue fácil, y unos pocos años después tuvo que dejar de trabajar. Una parálisis parcial la obligó a mantener reposo, pero nunca se quedó quieta. La CUT, el departamento de la mujer y la Casa de la Mujer y le dieron la oportunidad de viajar a Italia durante un mes para participar en una escuela de formación laboral. De regreso en el país llegó con un único objetivo: armar un sindicato.
En 2012 Ana Salamanca fundó junto a 25 mujeres el Sindicato de Trabajadoras del Hogar e Independientes (Sintrahin). Tocó puertas y comenzó a convocar a decenas y decenas de mujeres para formarlas políticamente, no podían seguir en la ignorancia y permitiendo que las pisotearan por no ser considerado un trabajo el oficio con el que se ganaban la vida.
Casi al mismo tiempo María Roa haría lo mismo. Agotada y furiosa con el trabajo doméstico había decidido ganarse la vida de otra manera, primero en una panadería y luego en la litografía, pero no enterró su pasado. En 2013 se unió con otras 28 mujeres con las que fundó la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (UTRASD). Las denuncias por abusos laborales y sexuales la impulsaron a organizarse, a buscar el reconocimiento de las trabajadoras domésticas por parte de la ley.
En apenas tres años el sindicato tomó vuelo y en 2016 María se convirtió en el rostro del proyecto de ley que, impulsado por la congresista Ángela María Robledo, le reconoció el pago de la prima a las empleadas domésticas, un derecho que antes parecía imposible porque su oficio ni siquiera era reconocido como un trabajo formal.
Esa fuerza de paso le abrió las puertas a Ana Salamanca en Bogotá. Su sindicato respaldó el trabajo de UTRASD con el proyecto de ley y se integró al intersindical que recoge otro tres en todo el país: dos más en Bucaramanga y uno en Pamplona.
El regreso de las empleadas domésticas a su trabajo después del confinamiento obligatorio no ha sido fácil para muchas. Son decenas las denuncias que han recibido los sindicatos en las que la historia es parecida: no las volvieron a llamar al trabajo, no les reconocieron ninguna compensación; o por el contrario, las obligaron a confinarse en la casa de sus empleadores durante la cuarentena sin mayor contacto con sus familias. La discriminación por el miedo al contagio parece ser una nueva variable de humillación, obligándolas a unos hábitos excesivos de limpieza extrema que las empleadas narran en sus denuncias y que pasan incluso por tener que rociarse cloro por todo el cuerpo de manera obsesiva.
La batalla de Ana Salamanca y Maria Rosa parece adquirir más sentido ya no solo para exigir los derechos laborales sino para capacitar las trabajadoras domésticas en las nuevas condiciones que exige la amenazante pandemia del COVID-19 que le cambió la vida a todo al mundo.. Y también a ellas.